En un afán desesperado de entender la problemática judicial que aqueja a nuestro sufrido país, derivamos a la lectura de la Constitución Política del Estado que, en el primer parágrafo de su Artículo 178 reza: “La potestad de impartir justicia emana del pueblo boliviano y se sustenta en los principios de independencia, imparcialidad, seguridad jurídica, publicidad, probidad, celeridad, gratuidad, pluralismo jurídico, interculturalidad, equidad, servicio a la sociedad, participación ciudadana, armonía social y respeto a los derechos”.
Tales nobles, como juiciosos enunciados, que más parecieran haber sido extraídos de la carta constitutiva del País de las Maravillas de Alicia o del Mágico Mundo de Oz, pues sólo existen en nuestra mente ya que, cuando uno se propone alcanzar en nuestra nación, cualquiera de los objetivos señalados, surgen las trabas burocráticas y corruptas que hacen imposible lograr dicho cometido.
Una prueba palpable de lo señalado es lo que nos ocurrió en 2011, al verificarse las elecciones judiciales convocadas para elegir a las principales autoridades del Órgano Judicial, de acuerdo a la Constitución del 2009, que dio como resultado un adefesio, calificado por las principales autoridades del Estado Plurinacional como lamentable, volviendo el fantasma de los jueces que no supieron responder al pueblo que los eligió con su voto, y menos hacer frente a la caótica situación del sistema, caracterizada por múltiples problemas de retardación de justicia, corrupción desembozada y poca transparencia en su ejercicio. Así, como lo que no ocurre en Bolivia es raro, hoy es el único país del mundo que se vale de este sistema para designar a los magistrados más importantes de la justicia.
Es más, si los cambios introducidos en el proceso electoral que culminó en los comicios del 3 de diciembre de 2017 condujeron a resultados diferentes a los alcanzados en los comicios del 2011, los principales señalamientos, aparte de la constatación de que la administración de justicia no había mejorado, se referían a la interferencia política en la designación de candidatos, el desconocimiento ciudadano sobre la meritocracia, la calidad profesional de los masistrados elegidos y la absoluta falta de vigilancia social sobre ese proceso.
Ese machacón cliché de que: “Todos somos iguales ante la Ley” nunca se aplicó en el Órgano Judicial, ya que pese a que todos los jueces deberían ser iguales o al menos algo independientes, los hay aquellos pegados al gobierno, a través de un fuerte cordón umbilical que los hace: “unos más iguales que los otros” de modo que, como ya lo anotamos, ello genera que nunca podamos contar con una judicatura proba e idónea, sino con tinterillos autoprorrogados, que perennemente estarán dispuestos a convertir la Pirámide de Kelsen en un esférico de futbol.
De hecho, ya las encuestas dicen que un 80% de estos truchimanes no cuentan con las referencias suficientes para pugnar a estos altos cargos, de ahí que parafraseando al economista francés Jean Baptiste Colbert, Ministro de Luis XIV que acuñó la célebre máxima: “dadme una buena política y os daré buenas finanzas”, ante esta nueva manipulación de la opinión pública para urdir una Justicia con espinazo de goma y resuelta a abrir los accesos constitucionales que permitan a sus mandantes la permanencia vitalicia en el poder, bien podríamos aplicar esa sabia sentencia a dicho evento y expresar: ¡Dennos un buen gobierno y les daremos una buena justicia! La Justicia nunca es podrida, podridos son los que hacen uso de ella para sus aviesos objetivos y, bajo el pretexto de defender al pueblo, se tapan un ojo para pasar como hijos Espurios de la Diosa Temis.