En Bolivia hay más de 24 millones de hectáreas fiscales, de las cuales casi siete millones están disponibles para el uso en la agricultura y ganadería. ¿Por qué los avasalladores no van y las toman, se apropian de esas extensiones, comienzan a trabajarlas o trafican con ellas, las venden o las alquilan, como hacen con las haciendas que llevan años produciendo?
La respuesta es muy simple, porque la tierra no vale nada. Su valor proviene del trabajo y el capital aplicado a ella. Resulta del alambrado, del desmonte, de la preparación, la semilla y sobre todo, del conocimiento, el esfuerzo y la paciencia del productor que depende del clima, de la oscilación de los precios y de todas las trabas y regulaciones que le pone el estado.
Los avasalladores no son tontos. Invaden propiedades que ya tienen valor de mercado y mucho más, cuando tienen la protección política para apropiarse de lo ajeno, un negocio que reditúa muy bien para operadores del gobierno, policías, jueces y fiscales, ecuación nefasta que al final de cuentas es perjudicial para todos, pues la inseguridad jurídica es la principal causante de la caìda de las inversiones, que a la larga se traducirá en escasez, precios inaccesibles y más pobreza, pues ni siquiera habrá tierras para cultivar y mucho menos para invadir.
Una de las principales preocupaciones del MAS desde que llegó al poder ha sido la tierra, el campesinado y la producción agropecuaria, pero jamás pasaron de las buenas intenciones y en todo caso, se dedicaron al saqueo. Empezaron robándose los tractores que debían ser destinados a los campesinos, desvalijaron el Fondo Indìgena y se llevaron más de mil millones de dólares que debìan usarse para promover el desarrollo rural. Aplicaron controles de precios, que perjudican a los grandes y chicos por igual, no ha habido innovación, se olvidaron de la tecnologìa, no existe gestión para mitigar los efectos del clima y en definitiva, abandonaron a su suerte a la pobre gente del campo, cuyas alternativas son volverse narco, contrabandista o avasallador.
El impresionante desarrollo de Santa Cruz ha sido posible gracias a los agronegocios, que a pesar de todas las condiciones que implica producir en un país lleno de obstáculos, se han llevado adelante en un marco de relativa libertad. Es por ello que la región se ha convertido en un polo de atracción para millones de bolivianos que se cansaron de la pobreza y de la hostilidad de un régimen polìtico, en el que cohabitan el intervencionismo estatal con un sistema de mafias sindicales con las que han formado una simbiosis altamente destructiva.
Pero Santa Cruz también atrae a menonitas, japoneses, argentinos y brasileños que también son víctimas, al igual que los agricultores que llegan desde el occidente del país. Por eso es que hace poco, el presidente de Brasil, Lula da Silva, le hizo un reclamo a su colega boliviano sobre la falta de garantías para los productores de su país. Días antes, los agricultores de San Pedro, zona del norte cruceño dominada por gente del interior, han amenazado con tomar medidas de acción contra los avasalladores. Hay que advertir que estas personas no suelen ser tan diplomáticas.
Santa Cruz se ha convertido en un polo de atracción para millones de bolivianos que se cansaron de la pobreza y de la hostilidad de un régimen polìtico, en el que cohabitan el intervencionismo estatal con un sistema de mafias sindicales con las que han formado una simbiosis altamente destructiva.