Señor presidente, estoy muy triste. No es solo el título de esta columna, sino un genuino sentimiento. En las últimas semanas, he visto con pesar la avalancha de críticas dirigidas hacia usted. Redes sociales rebosantes de furia, comentarios encendidos y hasta videos virales en TikTok, donde las opiniones parecen haberse salido de control.
Considero que no es la forma de dirigirse al jefe de Estado, cuya investidura merece respeto, así sea usted la cabeza de una de las administraciones más desastrosas de la historia nacional, quizá hasta peor que la de la UDP que nos llevó a una profunda crisis política y económica, pero que no llegó a destruir las instituciones nacionales como ha ocurrido en su gobierno. Por supuesto, este desmoronamiento institucional no es enteramente “obra” suya. Ya había comenzado en los días de Evo Morales, a quien ahora usted desconoce con sorprendente soltura, pese a que todo el país recuerda que fue usted quien dirigió las riendas económicas durante la mayor parte de su régimen. A esos años se suman los últimos cuatro, que parecen marcar el epílogo de lo que solo podría describirse como una amarga pesadilla.
Hace poco, en medio de todo este ruido, usted anunció medidas estructurales para afrontar la crisis del dólar y los combustibles. No entraré en detalles sobre su estilo de exposición, muy propio de un catedrático que explica lo obvio. Pero debo decir que algo me llamó la atención: esta vez no culpó al gobierno de Jeanine Áñez. Un avance, señor presidente, un respiro en su discurso. Tal vez ha comprendido que culpar al pasado por siempre ya no resulta convincente, y en efecto, hubiera sonado francamente ridículo. Aplaudo esa omisión.
Dicho esto, me permito discrepar sobre el contenido de su anuncio. Lo que planteó parece más una lista de deseos que un plan concreto. Desde reciclar aceite de cocina hasta confiar en plantas de biodiésel aún en desarrollo, todo suena a un intento desesperado de prolongar lo inevitable. Sabemos, señor presidente, que el verdadero problema es la falta de recursos, esos millones de dólares que ya no tenemos para seguir subvencionando los combustibles. Y aunque suene cruel, el tiempo no está de su lado.
Y no es solo la economía lo que está en jaque. Los ríos de nuestro país se han convertido en víctimas de la explotación del oro, mientras sustancias tóxicas, como el mercurio, envenenan sus aguas. Pero no parece haber preocupación de su parte. Y qué decir de los incendios forestales. Mientras usted enviaba con bombos y platillos a 70 bomberos, alrededor de cuatro millones de hectáreas de nuestro valioso bosque ardían sin tregua. Se espero mucho para el pedido de ayuda externa, como siempre, cuando ya el desastre estaba hecho.
En el ámbito internacional, la situación es desoladora. No hay embajadores con Perú debido a su ideologizada postura frente a Dina Boluarte. Con Argentina, el nuevo embajador de Javier Milei sigue esperando su turno para presentar credenciales. Ese maltrato diplomático es, cuando menos, llamativo. Y nuestro propio embajador en Buenos Aires, quien fue llamado a consultas, volvió a la sede de sus funciones en silencio, sin pena ni gloria, tras un mes en La Paz. Una consulta sin respuestas, un retorno sin razones.
Con otros países como Estados Unidos, mantenemos relaciones a una distancia inexplicable, casi como si fuéramos vecinos de barrio que prefieren no saludarse. Con Europa, somos el único país de la región que aún necesita visa Schengen para entrar. Mientras tanto, aguardamos con esperanza que el acuerdo con la Unión Europea y el Mercosur avance para bien de nuestro pobre comercio internacional, aunque no se sepa bien si lograremos cumplir con los plazos y condiciones del proceso de adhesión al bloque sudamericano.
Pero pese a todo, señor presidente, quiero creer que aún es posible rescatar al país de esta situación. Para ello, se necesita medidas profundas, un acto valiente, una decisión que marque el rumbo del país en este último tramo de su gestión. El país lo necesita, y el tiempo se agota.