El genial narrador ruso, Antón Chéjov escribió en 1885 un cuento titulado “Apellido de caballo”, que en no más de dos páginas y con mucho humor, retrata a la perfección al poder, al Estado y a la burocracia. Ni siquiera el tratado más profundo de teoría política reflejaría con tanta claridad los problemas de la administración pública, carente de soluciones, abusiva, corrupta, enredada en trivialidades y alejada de las necesidades reales de la gente.
La narración cuenta la historia de un general ruso, soberbio y prepotente, que moviliza a todo un pueblo por un persistente dolor de muela. Recurre a un sinfín de remedios caseros, algunos de lo más estrafalarios y se resiste a escuchar los consejos del médico, quien sugiere extirpar la muela, pues no hay otra solución.
Uno de sus criados le sugiere acudir a un brujo borrachín y mujeriego que vive en otro pueblo, supuestamente poseedor de poderes especiales para realizar curaciones milagrosas. El problema es que nadie recuerda su nombre, no hay forma de contactarlo y la única pista es que su apellido está relacionado con caballos. El rabioso general pone a todos a buscar al curandero, ofrece una jugosa recompensa, pierde valioso tiempo y, cuando ya no puede soportar más el dolor, termina haciendo caso al médico.
De todos los males que Chéjov retrata en este cuento sobre el gobierno y cualquier sistema político —ineficiencia, derroche de recursos, falta de soluciones, incapacidad para resolver asuntos simples, complicaciones innecesarias, abuso de poder, corrupción e ineptitud funcionaria— el peor de todos es, sin duda, la arrogancia.
De hecho, el famoso senador estadounidense J. William Fulbright, autor del libro “La arrogancia del poder” (1966), afirma que esta actitud no solo corrompe a los líderes y las instituciones, sino que los vuelve insensibles ante las necesidades del pueblo y les hace creer que están por encima de las leyes y de la misma naturaleza.
No se trata únicamente de líderes totalitarios, sino de caudillos que se aíslan de la realidad, que pierden la conexión con los verdaderos problemas sociales y económicos y que son incapaces de tomar una decisión efectiva, incluso cuando la tienen frente a sus narices. Actúan de esa manera porque su poder descontrolado les lleva a imponer su voluntad por encima de lo que dictan los hechos, la ciencia, la técnica, la experiencia y hasta el sentido común.
Un arrogante se rodea de ineficientes porque no tolera que lo contradigan; prefiere a los corruptos, porque los puede sobornar para que le den la razón; y se inclina por los aduladores, porque ninguno se atreverá a hacerle sombra. Algunos nacen arrogantes o responden a un patrón de conducta arraigado desde la niñez. Los peores son aquellos que, una vez en el poder, recurren a la arrogancia para ocultar su inseguridad, incapacidad, falta de liderazgo y ausencia de confianza.
Nota: Cualquier parecido con lo que pasa en Bolivia no es coincidencia.