El Presupuesto General del Estado (PGE) 2025 presenta números generosos y optimistas típicos de un populismo económico totalmente ausente de la realidad: crecimiento del 3.5%, inflación del 7.2%, déficit fiscal de -9.2%, y la inversión pública mágica de siempre, fijada en $4,000 millones. Sin embargo, los datos del 2024 ya nos advierten sobre esta recurrente tradición oficial de prometer castillos en el aire. Proyecciones incumplidas, deudas crecientes, y una economía que opera más en mercados paralelos que en escenarios regulados son apenas los antecedentes inmediatos.
Lo más preocupante es el incremento de la
intervención estatal, una coreografía soviética en pleno siglo XXI.
Centralización de recursos, promesas de control sobre agio y especulación y
políticas que suenan bien en los discursos pero que en la práctica ahogan al
sector productivo. Los productores agropecuarios y los industriales ya han
alzado su voz en contra de artículos que habilitan la confiscación y el
decomiso de productos, denunciando que estas medidas sólo incrementarán la
inseguridad jurídica, el contrabando, y el desánimo productivo.
El presupuesto deja al descubierto la
creciente obsesión del gobierno por extender su control sobre cada aspecto de
la economía nacional. Bajo el pretexto de proteger a los consumidores se
legitiman políticas que no solo asfixian a los sectores productivos, sino que
también amenazan con socavar los principios fundamentales de una economía de
mercado.
La disposición que permite la
confiscación y decomiso de productos es el ejemplo más evidente de este
preocupante giro hacia un modelo abiertamente intervencionista. Amparado en un
discurso que busca culpar a intermediarios y productores por los altos precios
de la canasta familiar, el gobierno ha optado por una política que prioriza la
coerción sobre la generación de condiciones para incrementar la producción.
Los productores agropecuarios han
advertido que la intervención indiscriminada no sólo desincentiva la inversión,
sino que crea un ambiente de incertidumbre que resulta devastador para pequeños
y medianos productores. Este tipo de medidas no genera más oferta ni reduce
precios; por el contrario, introduce un nuevo nivel de desconfianza y desánimo
en quienes deben garantizar el abastecimiento.
La Cámara Nacional de Industrias (CNI) ha
señalado que estas disposiciones podrían incentivar el contrabando y fomentar
la informalidad. En un contexto donde la producción nacional ya enfrenta serios
desafíos —incluyendo la competencia desleal de productos importados y los
efectos del contrabando—, imponer controles y sanciones desproporcionadas es
una receta para el desastre.
El intervencionismo estatal que promueve
el PGE 2025 no es nuevo en Bolivia, pero ahora adquiere características que lo
acercan peligrosamente a un modelo de planificación centralizada que erosiona
la autonomía de los sectores productivos y refleja un patrón que ha causado
desastres humanitarios en muchos países.
El PGE 2025, más que un documento financiero, es un manifiesto ideológico que apuesta por un modelo de intervención que asfixia a los actores privados de la economía. Bolivia necesita urgentemente un cambio de rumbo, uno que priorice la promoción de un entorno económico libre y competitivo en lugar de una economía controlada y dependiente de la maquinaria estatal.