Luis Arce no tenía otro argumento para asegurar que la economía boliviana iba viento en popa, que el inflamado crecimiento que sostenía el régimen a punta de inyectarle plata a montones, como si se tratara de anabólicos. Una vez se acabaron los billetitos que facturaba el gas, el falso atleta quedó al descubierto y hoy sus escasas energías lo han dejado en el fondo de la tabla en América Latina. Según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), Bolivia crecerá apenas un 1,7% en 2024 y un 2,2% en 2025, ubicándose entre los tres últimos países de la región.
Este declive no es un fenómeno aislado y tampoco es consecuencia exclusiva de factores externos, como machaca Arce. Si bien la incertidumbre financiera y la desaceleración del crecimiento de los socios comerciales afectan a toda la región, los países vecinos, como Brasil, Paraguay y Chile, proyectan tasas de crecimiento significativamente mayores, según el mismo informe. En este contexto, el caso boliviano se destaca por el agravamiento de una situación que podría haberse mitigado con decisiones más acertadas.
Tanto la Cepal como el Banco Mundial consideran que modelo económico boliviano necesita ser reformulado con urgencia, para no seguir empeorando la situación. El cambio consiste en dejar de priorizar el gasto y orientar las políticas públicas a estimular la inversión y generar crecimiento sostenible.
Ambas entidades señalan que la incertidumbre política también juega un papel clave en el freno al crecimiento económico boliviano. El caos en el poder judicial, las luchas internas del oficialismo, la manipulación de las leyes y la constitución, la erosión del sistema democrático, han erosionado la confianza de los inversores y han generado un entorno desfavorable para el desarrollo económico.
La comparación con otros países de la región resulta inevitable. Mientras Paraguay crece un 4,2% y Brasil un 3,2%, Bolivia languidece con tasas que la acercan a los niveles de contracción económica de Argentina. Este contraste debería ser una alarma para la administración de Arce, que hasta ahora no ha mostrado disposición a admitir la magnitud de la crisis o a cambiar de rumbo.
El gobierno insiste en proyectar una imagen de estabilidad basada en cifras infladas y expectativas irreales, como el 3,71% de crecimiento proyectado en el Presupuesto General del Estado 2024, un número que claramente no coincide con la realidad. La falta de autocrítica y la negación de los problemas profundos son obstáculos para cualquier posibilidad de recuperación.
La economía boliviana no solo está estancada, sino que enfrenta un riesgo real de colapso si no se toman medidas urgentes y estructurales. Entre estas, es imprescindible diversificar las fuentes de ingreso, promover la inversión privada, garantizar un entorno político estable y redirigir el gasto público hacia áreas que generen desarrollo sostenible. Sin embargo, esto requiere de una voluntad política que, hasta ahora, brilla por su ausencia.
El gobierno de Luis Arce debe asumir la responsabilidad que le corresponde en esta crisis y abandonar el triunfalismo que ya no tiene sustento en la realidad. Persistir en un rumbo que ha demostrado ser desastroso solo profundizará el pozo en el que se encuentra la economía boliviana. Es hora de un cambio de paradigma, antes de que el costo de la inacción sea irreparable.