Bolivia ha vivido una de las etapas más conflictivas y desgastantes de su historia reciente. Los datos no mienten: la Defensoría del Pueblo reportó 563 conflictos sociales durante el año pasado, la mayoría ligados a problemas económicos como la escasez de dólares, la irregular provisión de combustibles y una inflación acumulada del 9,97 %, la más alta desde el 2008. A todo ello se suma una gestión gubernamental que, lejos de aportar soluciones, ha exacerbado la crisis y generado un malestar generalizado en la población.
El panorama en Santa Cruz, la región más
productiva del país, ilustra perfectamente el impacto negativo de las políticas
del gobierno de Luis Arce. Tradicionalmente, Santa Cruz ha sido un bastión de
estabilidad económica, centrado en la producción agroindustrial y la
competitividad. Hoy es una de las regiones más conflictivas, con 46 incidentes
reportados solo en el último trimestre del 2024. Las constantes tensiones han
sido alimentadas por el respaldo del gobierno a los avasallamientos de tierras,
que perjudican directamente a los productores y afectan la economía de la
locomotora de Bolivia.
El costo de esta inestabilidad es
desolador. Las prolongadas interrupciones de actividades productivas, con más
de 40 días de paros y bloqueos en el 2024, generaron pérdidas económicas que
alcanzaron los 3.000 millones de dólares. Los sectores más golpeados han sido
el agropecuario, la industria y el transporte, con consecuencias devastadoras
para miles de familias campesinas que no pudieron comercializar sus productos.
Por si esto fuera poco, la inflación y el aumento del costo de la canasta
básica, que creció un 15 % durante los meses más críticos, han encarecido la
vida diaria de los bolivianos.
A pesar de estas cifras alarmantes, el
gobierno de Arce no ha mostrado intención de cambiar el rumbo. Por el
contrario, las acciones de su administración han demostrado una falta total de
liderazgo y capacidad para gestionar la crisis. En lugar de atender las causas
raíces de los conflictos, como la falta de divisas, la provisión irregular de
combustibles o la inflación, el gobierno se ha limitado a tomar medidas
reactivas y represivas, lo que ha agravado aún más el panorama. Incluso, según
el defensor del Pueblo, Pedro Callisaya, el Estado se ha centrado más en la
“atención represiva del conflicto” que en su prevención.
Además, Bolivia cerró el 2024 como el
segundo país más riesgoso para invertir en la región, según el índice de Riesgo
País de JP Morgan. Con un puntaje de 2.087 al final del año y una perspectiva negativa
para el 2025, el entorno económico y político del país está ahuyentando a los
inversionistas y generando incertidumbre sobre el futuro.
La gestión de Luis Arce también ha
demostrado su falta de compromiso con Santa Cruz, una región que podría ser clave
para sacar al país de la crisis. En lugar de apoyar el desarrollo productivo,
el Ejecutivo ha permitido el avance de los avasallamientos de tierras,
afectando a productores y generando un clima de tensión permanente.
El panorama para el 2025 no es alentador. La combinación de una crisis económica sin respuestas claras, un clima político cada vez más caótico y un año electoral en ciernes auguran un incremento de la conflictividad. Si el gobierno de Arce no toma medidas urgentes para abordar los problemas estructurales de la economía y recuperar la confianza ciudadana, Bolivia corre el riesgo de entrar en una espiral de crisis difícil de revertir.