En un sistema democrático, el debate constituye el pilar fundamental para la construcción de una sociedad informada y comprometida con el porvenir del Estado. Esta importancia se torna crucial en contextos de fragilidad institucional o en aquellos donde la ciudadanía carece de información suficiente sobre la relevancia de su participación en el llamado "día D" electoral. Este día no solo define al presidente y vicepresidente, sino que también conforma una plancha política que incluye senadores y diputados plurinominales, quienes ejercerán un poder decisivo sobre el rumbo de la nación.
Como advierte el politólogo alemán Dieter Nohlen (1978): “Los sistemas electorales no son neutrales: afectan tanto la legitimidad como la eficacia del sistema democrático”. Este recordatorio subraya que el marco normativo que regula las elecciones también incide en la configuración del poder, lo cual hace indispensable que los ciudadanos comprendan cómo funcionan estas reglas y qué está en juego al emitir su voto.
El debate político antes de una elección no solo informa, sino que también fomenta la participación activa de la ciudadanía. Sin embargo, este espacio es muchas veces desestimado o manipulado, lo que lleva a elecciones desprovistas de un análisis crítico sobre los programas de gobierno o sobre quiénes son los precandidatos o aspirantes a la silla presidencial. El sociólogo y politólogo Seymour Lipset (1959) destacó que “la estabilidad de una democracia depende en gran medida de la legitimidad del sistema político y de la eficacia de las instituciones para resolver los problemas sociales”. Sin un debate abierto y plural, se pone en riesgo esta legitimidad, debilitando las bases democráticas.
En Estados frágiles, donde la composición misma del Estado está en disputa, la falta de un debate robusto puede agravar las desigualdades estructurales y las tensiones políticas. Como lo señaló el renombrado politólogo Giovanni Sartori (1987): “El debate de ideas no solo es una expresión de libertad, sino también un mecanismo para resolver conflictos y buscar consensos en sociedades pluralistas”. Esto resalta la importancia de garantizar espacios para la confrontación de ideas en un clima de respeto y tolerancia.
Finalmente, en un contexto donde el acceso a información de calidad no está garantizado para amplios sectores de la población, es vital promover una cultura de debate. Los medios de comunicación, los académicos y la sociedad civil tienen la responsabilidad de educar y movilizar a la ciudadanía para que ejerza un voto informado, consciente de que no solo elige representantes, sino que también define la dirección del país.
Un debate electoral serio, inclusivo y transparente no es un lujo, sino una necesidad para fortalecer la democracia y construir un futuro más equitativo y sostenible. En palabras de Lipset: “Un sistema democrático no puede sobrevivir si no logra legitimarse ante sus ciudadanos”. Y esa legitimidad comienza en la calidad del debate de ideas.
Por ello, la iniciativa del proyecto de ley que obliga a que haya debate presidencial antes de la cita electoral de este 2025 no es buena ni mala en sí misma, ya que, si se piensa en que haya este tipo de leyes, es porque no poseemos la cultura necesaria para exigir con fuerza que se constituya, no un debate, sino una reflexión continua de ideas y formas de llevar adelante la gestión de la crisis que se cierra sobre Bolivia. Es decir, por ley no se puede generar cambio, solo se impone, de forma draconiana muchas veces, que existen o se den ciertos espacios para algo que no se siente como propio en la sociedad: el diálogo.
La democracia se construye día a día, no solamente cuando hay elecciones o en temporada preelectoral. Por ello, las iniciativas son aplaudibles, pero mientras no se trabaje en el ser ciudadano, desde una estrategia educativa real y sin adoctrinamientos, no habrá ciudadanía informada. La cultura no se impone con leyes, y lo que hace falta en la sociedad boliviana es cultura política democrática, además de gestores educativos en temas políticos que guían a las nuevas generaciones en la comprensión de la realidad, tal como es, no como quisieran que fuera.
Piénsese, por ejemplo, en la situación de extrema violencia en contra de la mujer en Bolivia. La Ley N° 348 no contribuyó a eliminar ni a reducir siquiera la diversidad de formas en las que se ejerce violencia contra el género femenino en nuestra sociedad. Por ello, trabajar en formar varones educados y que valoren por igual a sus pares femeninos no parte de implementar más normas. Tampoco será posible que exista transparencia o que la ciudadanía se informe en un proceso electoral mientras no se trabaje en serio en la cultura y en una educación real, con contenidos en ciudadanía. Pues de muchas normas jurídicas está empedrado el camino al infierno.