Mientras el gobierno de Luis Arce mantiene un asedio sistemático contra los productores, los sectores formales de la economía y todos aquellos que generan riqueza y pagan impuestos, las mafias del narcotráfico y el contrabando operan con una impunidad alarmante.
En un país donde las leyes parecen
diseñadas para proteger a la economía ilegal e informal, los esfuerzos por
combatir estos flagelos son escasos y peligrosos para quienes los enfrentan.
Los recientes ataques contra militares en
Patacamaya son una muestra brutal de esta situación. Dos uniformados fueron
emboscados, golpeados y casi quemados vivos por un grupo de contrabandistas
que, sin temor alguno a las consecuencias, actuaron con violencia extrema. Si
no fuera por la intervención de unas valientes mujeres de la comunidad, los
efectivos habrían sido asesinados, sumándose a la larga lista de víctimas en la
lucha contra el contrabando: 16 muertos, 176 heridos y 8 incapacitados en los
últimos seis años. Sin embargo, la indignación pública y gubernamental ante
estos hechos es prácticamente nula.
El contrabando es una industria
clandestina que no solo erosiona la economía formal, sino que también ha
demostrado estar dispuesta a utilizar la violencia armada para defender sus
intereses. No es casualidad que estos ataques se produzcan con tal nivel de
organización y saña. El hecho de que los agresores en Patacamaya no fueran
parte de la comunidad, sino individuos contratados para ejecutar la emboscada,
evidencia la existencia de redes criminales estructuradas y con capacidad de
movilización.
La normativa vigente es un escudo
protector para los grandes contrabandistas. Las leyes actuales establecen
montos absurdamente altos para tipificar el delito de contrabando, permitiendo
que las mafias fraccionen su carga y eludan sanciones penales. Además, la falta
de jueces y fiscales especializados en materia aduanera crea un cuello de
botella judicial que favorece la impunidad. En otras palabras, el sistema está
diseñado para permitir que el contrabando continúe floreciendo sin
consecuencias reales para sus responsables.
El contraste con la persecución a los
sectores formales es indignante. Mientras el gobierno hostiga a los
empresarios, productores y comerciantes que cumplen con la ley, los grandes
clanes del contrabando gozan de libertad para operar. No se observan peces
gordos en la cárcel ni una voluntad política genuina para desmantelar estas
redes. La pasividad del gobierno no es casualidad; responde a una estructura
que, lejos de combatir la ilegalidad, la ampara y la protege.
Se necesita un cambio urgente en la
política de lucha contra el contrabando. Se requieren reformas que reduzcan los
montos de mercadería ilegal necesarios para tipificar el delito, el
fortalecimiento del aparato judicial para procesar a los responsables y, sobre
todo, un compromiso real por parte del gobierno de enfrentar a estos grupos con
la misma energía que hoy dedica a perseguir a la economía formal. De lo
contrario, Bolivia seguirá siendo un paraíso para las mafias y un infierno para
quienes intentan construir un país basado en la legalidad y el trabajo honesto.
Mientras el gobierno hostiga a los empresarios, productores y comerciantes que cumplen con la ley, los grandes clanes del contrabando gozan de libertad para operar. No se observan peces gordos en la cárcel ni una voluntad política genuina para desmantelar estas redes.