
Francisco Wichter, último sobreviviente de la Lista de Schindler, murió a los 99 años en la Ciudad de Buenos Aires, reveló su nieto Tomás. El deceso se produjo hace una semana, en su casa porteña.
“Te cuento que falleció mi abuelo, quien dedicó gran parte de su vida a contar su historia y legado. Si su muerte sirve para reflotar su historia, bienvenido sea”, escribió el periodista deportivo a sus allegados.
Feiwel, su nombre original, nació en Polonia y fue uno de los 1.200 judíos rescatados por el empresario alemán Oskar Schindler.
Sus padres y cinco hermanos murieron durante el nazismo. El estuvo en varios campos y logró trabajar en la fábrica de Oskar Schindler. Era el obrero 371 de la famosa lista. Cuando terminó la Guerra, llegó a la Argentina con su flamante esposa Hinda, otra judía sobreviviente del Holocausto.
El alemán, afiliado al partido liderado por Adolf Hitler, había encontrado en el reclutamiento de prisioneros una manera de salvar vidas durante el Holocausto.
Soy uno de los poquísimos sobrevivientes en el mundo de la Lista Schindler. De las casi mil trescientas personas que fuimos, hay un hombre que reside en Miami y yo en Buenos Aires. No sé si alguien más.
He conocido el dolor más tremendo pero también el amor y la solidaridad. A mis 90 años entrego a los demás mi memoria. Quiero dejar el testimonio de mi historia. Ocurrió, sí, en un mundo que había enloquecido donde los hombres se habían vuelto animales, pero también los hechos acontecieron entre gente normal, más o menos mala o más o menos buena, algunos más valientes y nobles, otra más débiles y temerosos, gente decidida o vacilante.
Nací el 25 de julio de 1926 en un pequeño pueblo de Polonia. Me llamaron Faivel Wichter. Eramos una familia judía. Mi padre era zapatero. Me gustaba jugar con mis hermanos Hanka, Rosa, Zlota, Sara y Elías. Polonia era un país naciente que había declarado su independencia en 1918, apenas unos años antes de mi nacimiento, después de más de un siglo de ocupación por Prusia, Rusia y Austria. Recuerdo flores amarillas brotando. Llegaba el otoño. Todavía no hacía frío, todavía no llegaba la nieve. Yo tenía que empezar el colegio el 1 de septiembre. Quería empezar el colegio. Pero era 1939. Hitler invadió mi país. Y el mundo entró en guerra.
En esos días tenía la edad en la que, según el rito judío, se realiza la ceremonia del Bar Mitzvah. Son los trece años, el momento en que los jóvenes pasamos a ser considerados responsables de nuestros actos. Pero en mi caso no fue sólo la ley judía la que me hizo adulto sino la atrocidad de la guerra la que me empujó sin aviso a una adultez sin retorno.
El horror, la casualidad, la voluntad de vivir y la intuición me llevaron de un modo extraño hasta la Lista Schindler. En el campo de Plaszow supimos que un empresario de Cracovia cerraba su fábrica por el avance del frente ruso y quería montar una de municiones en Brünnlitz, Checoslovaquia. Se llamaba Oskar Schindler. Los prisioneros de Plaszow estábamos catalogados como obreros metalúrgicos y, junto con los judíos que ya trabajaban para él, fuimos incluidos en una lista de gente que se iría para allá. Nos convertimos en la Lista Schindler: hombres y mujeres a quienes el destino les tenía previsto un respiro en medio del infierno.
En el otoño de 1944 ingresé a la fábrica como el trabajador número 371. Las condiciones del lugar eran las mismas que las de todos los judíos en ese momento: trabajo forzado y sin pago alguno. Pero el comportamiento de Oskar Schindler y su mujer Emilie era humano. No teníamos nombre ni ropa propia pero se comía bien, no se pasaba hambre y había buen trato. Siempre teníamos calefacción y agua caliente, incluso en las habitaciones colectivas donde dormíamos. Emilie se las arreglaba para conseguir remedios para los enfermos. No había muchas muertes pero cuando ocurría alguna se hacía un entierro por la noche, en un cementerio católico, con la mínima legitimidad de una ceremonia. Poder dar una sepultura, aunque no fuera judía pero por lo menos humana, era reparador. Yo me ofrecí como voluntario para hacerlo las pocas veces que hubo necesidad. A la mañana siguiente de la primera vez, me encontré con la sorpresa de que Emilie había asignado un kilo de pan extra como pago a cada enterrador.
Un representante de la Wehrmacht, las fuerzas armadas de la Alemania nazi, inspeccionaba periódicamente la producción. Schindler enviaba regalos a los nazis y los invitaba a cenas en las que servían productos extravagantes, se apoyaba en la metodología nazi para salvarnos la vida y los obreros le respondíamos porque queríamos salvarnos. Cuánto de su acción empezó como un negocio y cuánto como una empresa humanitaria no es fácil de decir, pero sí es evidente que en un momento se volvió exclusivamente una empresa humanitaria.
La fábrica debía producir balas antitanque. En todo ese tiempo fabricamos apenas un vagón de balas que además regresó en devolución. En el campo había más gente que puestos reales de trabajo. Eramos casi mil trescientos judíos para alimentar y también había unas trescientas bocas más, entre los rusos y polacos que constituían la planta asalariada del campo. También debían alimentar con una dieta diferente a los guardias nazis de la fábrica. Todo salía del dinero de los Schindler. Sus objetivos, claramente, se habían deslindado por completo del aspecto económico.
El 7 de mayo de 1945 amaneció celeste, era primavera. Algo extraño pasaba, la gente deambulaba sin trabajar. Oskar apareció en el patio acompañado por Emilie, se ubicaron arriba de una pequeña tarima. Oskar dio la orden de encender la radio. Nosotros nos paramos alrededor de los parlantes. En la radio de los Schindler escuchamos la voz de Churchill: Alemania se rendía en forma incondicional. Había terminado la Segunda Guerra Mundial.
Oskar nos agradeció el esfuerzo que todos habíamos hecho para sostener su fábrica, nos informó que la cerraba y que, a partir de se momento, cada uno de nosotros era libre. Atravesamos el portón de salida con emoción y miedo. Me fui de Brünnlitz una semana después de terminada la guerra.