La inflación ya no es una estadística técnica, es la tragedia diaria de millones de familias bolivianas que ven cómo su salario se evapora frente a estanterías cada vez más vacías y precios que suben de manera descontrolada. En marzo de 2025, la inflación mensual alcanzó un 1,71%, la más alta para ese mes desde 1986. En apenas tres meses, ya consumimos el 67% de la meta inflacionaria del Gobierno para todo el año. ¿Hasta cuándo podremos seguir sobreviviendo este derrumbe sin que el gobierno reaccione con algo más que promesas huecas y medidas equivocadas?
La causa principal de este colapso económico tiene nombre: escasez de dólares. El mercado paralelo los vende a Bs 12, muy por encima del tipo de cambio oficial. Esta diferencia de valor se traduce en costos inalcanzables para importar alimentos, medicinas e insumos básicos. Y cuando importar se vuelve un lujo, producir también.
El pollo, la carne, el tomate, la cebolla. Alimentos que antes eran parte habitual de la dieta boliviana, se han convertido en artículos de lujo. Las cifras lo confirman: los alimentos básicos acumulan una inflación interanual del 20,58%, la más elevada en 17 años.
La narrativa oficial sigue anclada en proyecciones optimistas que ya no se sostienen. El ministro de Economía prometía un 2025 mejor que el 2024, con una inflación del 7,5%. En la práctica, sólo en el primer trimestre ya alcanzamos el 5%. A este ritmo, no solo se harán trizas las metas gubernamentales, sino que el país va camino a hundirse en una crisis estructural que ya está devorando a los sectores más vulnerables.
La inflación no es una cifra abstracta: es el encogimiento del salario, el deterioro del acceso a la salud, el hambre disfrazada de “ajuste”. La crisis económica que vive Bolivia no es consecuencia de una mala racha, sino de años de políticas fiscales y cambiarias irresponsables.
El MAS mató a la “gallina de los huevos de oro” y, sin el dinero del gas, la deuda externa crece, las reservas internacionales se derrumban y seguimos importando hidrocarburos mientras el aparato productivo nacional muere asfixiado.
El resultado es devastador: familias que ya no pueden pagar sus créditos, comerciantes que ven sus ventas caer más del 50%, hogares que liquidan sus ahorros, si es que alguna vez los tuvieron. La mora bancaria podría dispararse. Y lo peor aún está por llegar, según advierten analistas. Estamos en la etapa preliminar de una crisis dura. Lo que nos espera es más desempleo, más pobreza y, posiblemente, más dolor.
¿Y qué hace el Gobierno ante este panorama? Minimiza, maquilla cifras, ofrece parches temporales como la eliminación de aranceles para insumos médicos, que no sirven de nada si no hay dólares para comprarlos. Se niega a encarar el problema de fondo: un modelo económico agotado, una política cambiaria insostenible y una ausencia total de reformas estructurales. Bolivia no necesita más discursos, necesita decisiones. Y decisiones valientes, porque las medidas necesarias no serán populares, pero sí urgentes.