En Bolivia, la política se ha vuelto un ejercicio de matemáticas erradas. Nuestros dirigentes, más que líderes, se comportan como calculistas crónicos. Calculan votos, alianzas, encuestas, discursos, pero nunca aciertan. Si fueran tan buenos en eso, Bolivia no estaría entre los países más pobres y atrasados de América Latina, ni tendría los índices vergonzosos que exhibe en materia de salud, educación, empleo, justicia y transparencia.
Los políticos bolivianos han hecho de los
cálculos su única estrategia. Sus resultados son trágicos: un país estancado,
corroído por la corrupción y atrapado en una democracia de bajísima calidad.
Hoy, cuando el país atraviesa una de sus
peores crisis económicas e institucionales, la única posibilidad de frenar la
destrucción que causa el oficialismo sería a través de un bloque de unidad. Sin
embargo, nuestros “estrategas” opositores han tirado por la borda esa opción.
No entendieron –o no quisieron entender– el clamor ciudadano por una
candidatura única, por una salida real y sensata al desastre. Su experiencia
política no les ha servido para identificar el momento histórico que vivimos. Y
eso es imperdonable.
Calculan que les irá mejor yendo por
separado. Calculan que captarán más votos si se lanzan en solitario. Calculan
que esta vez el MAS perderá por sí solo, víctima del desastre que ha provocado.
Pero ya calcularon así en 2020 y lo único que lograron fue regalarle cinco años
más al masismo. Cinco años de colapso económico, de descomposición
institucional, de impunidad y deterioro social.
Los opositores calculan que esta vez no
habrá fraude, que si lo hay, lo podrán demostrar, que la comunidad
internacional saldrá en defensa de la democracia. Calculan que si ganan, podrán
gobernar sin presiones, como si el MAS se fuera a retirar pacíficamente del
escenario político. Calculan que Evo Morales está acabado, que Andrónico será
más civilizado, que la polarización se resolverá sola. Nada más lejos de la
realidad.
El voto duro del MAS no responde a
cálculos racionales ni económicos. Es un voto visceral, identitario, alimentado
por el resentimiento, por el odio. Les importa poco si sus líderes son
corruptos o ineptos, mientras se mantenga viva la narrativa del enemigo común.
Mientras tanto, la oposición sigue calculando cómo repartirse la administración
pública, como si estuviéramos en los tiempos del cuoteo prebendal de antes del
2005.
Pero el MAS hará fraude, lo ha hecho
antes y lo hará de nuevo, como lo hizo Maduro en Venezuela, sin que nadie –ni
la OEA, ni la UE, ni los gobiernos amigos– pueda hacer algo. Porque cuando el
sistema colapsa desde dentro, no hay aritmética que lo salve.
Lo más grave es que nuestros líderes no
han calculado lo esencial: la desesperación del pueblo boliviano, que ya no
cree en nadie, que empieza a resignarse al abismo. Esa resignación es
peligrosa, porque abre la puerta al cinismo, al autoritarismo o, peor aún, al
caos.
Los políticos bolivianos están cavando el pozo en el que el MAS terminará de enterrarnos. Y lo hacen con la frialdad de quien se cree dueño del futuro. Pero en política, como en la vida, los errores de cálculo se pagan caro. Y a veces, se pagan con generaciones enteras condenadas al fracaso.