No se necesita una bola de cristal para advertir su destino inmediato de Bolivia. Basta con mirar el mercado del dólar paralelo. Mientras el Banco Central insiste en mantener un tipo de cambio oficial de Bs 6,96, en las calles se cotiza hasta en Bs 13,50. Esa diferencia no solo es una brecha económica: es un abismo político, una grieta social, un síntoma del deterioro acelerado de la confianza en las instituciones y, sobre todo, del modelo en el que Luis Arce insiste a rajatablas y nos está llevando al abismo.
Los economistas lo dicen sin rodeos: estamos ante una tormenta perfecta donde convergen la incertidumbre política, la escasez de divisas, el déficit fiscal desbordado, la emisión inorgánica de dinero y una desconfianza generalizada. El combustible de este caos es, paradójicamente, el propio combustible: no hay dólares para importarlo, no hay diésel suficiente para el agro, no hay solución visible. Y lo más grave: no hay voluntad para corregir el rumbo.
Cada declaración oficial es un intento por calmar las aguas que solo agita más el oleaje. La negación del problema ya no engaña ni a los más fieles. El discurso triunfalista choca con la realidad de mercados vacíos de divisas, precios que no dejan de subir y familias que cada semana ven su salario alcanzar para menos.
Los actores políticos se tiran culpas, pero lo que está claro es que el país se está deslizando hacia una inestabilidad prolongada. Y en este contexto, el dólar no solo refleja un tipo de cambio: es un termómetro del miedo. El boliviano ya no es refugio. Hoy la gente guarda dólares, busca criptomonedas, acude al oro o, en el peor de los casos, cae en la resignación.
Desde Argentina, Milei lanza dardos envenenados: afirma que Bolivia ya tocó el límite de su modelo socialista, comparándonos con Venezuela. Puede que sus palabras molesten, pero lo inquietante no es lo que dice, sino lo que refleja: la visión externa de un país que se va desmoronando y cuya clase dirigente sigue jugando a la política mientras el pueblo cuenta monedas.
Estamos cerca de tocar fondo. Lo advierten los economistas, lo gritan los productores, lo sienten los ciudadanos que cada vez encuentran más difícil llenar el carrito del supermercado o pagar el transporte. Y lo confirma el aumento desmedido del dólar paralelo, que ya no es especulación: es la señal más concreta de una economía que perdió el equilibrio.
Pero lo más preocupante no es la caída. Es que, incluso cerca del fondo, seguimos sin un plan claro para levantarnos. Ni una hoja de ruta, ni acuerdos mínimos, ni un horizonte compartido. Solo una sucesión de parches y medidas desesperadas que prolongan la agonía.
La historia nos enseña que los países pueden reconstruirse, pero no desde el autoengaño ni desde la tozudez ideológica. La única forma de salir del pozo es aceptando que estamos en él. Y a juzgar por lo que vemos hoy, el fondo ya no está tan lejos.