
Nacida el 6 de noviembre de 1479 en Toledo, Juana de Castilla llegó al mundo con el peso de una herencia real y un destino marcado por la tragedia emocional. Hija de los Reyes Católicos, Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, fue educada con esmero en las letras, la fe y la obediencia. Sin embargo, ni la mejor formación pudo prepararla para el impacto devastador del amor y la pérdida.
A los dieciséis años, fue entregada en matrimonio a Felipe el Hermoso, archiduque de Austria. La unión fue parte de una estrategia política, pero para Juana significó el despertar de una pasión profunda y desbordada. Desde el primer encuentro, quedó prendada del joven apuesto y seductor. Felipe, aunque encantador, era frío e infiel. Juana, en cambio, amó con desesperación, con entrega total, como quien sabe que el amor será lo único que le pertenecerá por completo.
La tragedia golpeó con fuerza en 1506, cuando Felipe murió repentinamente en Burgos. Se habló de fiebre, se murmuró de veneno, pero Juana sólo comprendió que el mundo había perdido su sentido. Se negó a enterrar el cadáver, lo mandó embalsamar y, en un acto de devoción absoluta, emprendió un viaje por Castilla acompañando el ataúd. Lo abría en secreto, le hablaba, lo velaba como quien se rehúsa a aceptar la muerte.
¿Locura o duelo profundo?
Lo que para muchos fue prueba de enajenación, puede leerse hoy con otra mirada: la de un duelo patológico. En 1509, la corte, sus padres y luego su hijo Carlos, interpretaron su dolor inconsolable como demencia. Fue encerrada en el Monasterio de Santa Clara de Tordesillas, donde permaneció durante 46 años. Le arrebataron la corona, la libertad y el derecho de vivir su dolor a su manera.
Juana murió el 12 de abril de 1555, posiblemente por desnutrición y abandono. Más que una reina enloquecida por el poder, fue una mujer quebrada por la pérdida. Su supuesta locura fue tal vez el reflejo extremo de un alma herida sin consuelo.
Cuando la pérdida se transforma en enfermedad
Perder a un ser amado es una de las experiencias más devastadoras de la vida. En la mayoría de los casos, el duelo es un proceso doloroso pero natural. Sin embargo, cuando el sufrimiento se prolonga y afecta el funcionamiento cotidiano, puede evolucionar hacia una depresión.
Los síntomas varían: tristeza persistente, insomnio o exceso de sueño, pérdida de apetito, fatiga, sensación de vacío, pensamientos de inutilidad o culpa. En los casos más graves, aparece el deseo de reunirse con el ser perdido, más como un anhelo que como un impulso suicida.
Esto no es debilidad. Es una respuesta emocional legítima que requiere atención. Reconocer que el dolor ha superado los límites del duelo normal es el primer paso para sanar.
Tratamiento y esperanza
La psicoterapia, en especial la terapia cognitivo-conductual, ofrece herramientas para procesar la pérdida y reconstruir un proyecto de vida. En algunos casos, el tratamiento farmacológico puede ser necesario, siempre bajo control médico.
Buscar ayuda no es rendirse, sino un acto de amor propio. Acompañar o dejarse acompañar puede marcar la diferencia entre una vida suspendida en el sufrimiento y un camino hacia la aceptación y la paz emocional.
Juana de Castilla nos recuerda que el amor puede ser fuerza, pero también fragilidad. Comprender su historia con los ojos de la ciencia y la compasión es una manera de devolverle la dignidad a su memoria y aprender sobre la importancia de la salud mental en los procesos de duelo.