Vivir en Bolivia se ha vuelto un ejercicio de paciencia y angustia. No importa el departamento ni la clase social: cada ciudadano, desde el productor agropecuario del Beni hasta el taxista de El Alto, vive con el Jesús en la boca, temiendo que mañana no haya diésel ni gasolina para trabajar, producir ni moverse. Las filas interminables en los surtidores han dejado de ser una anécdota sporádica para convertirse en una amenaza constante, como la espada de Damocles que cuelga sobre una economía nacional ya de por sí herida.
El diagnóstico es claro y, lo peor, admitido por el propio gobierno: Bolivia sufre un déficit exponencial de combustibles. La producción nacional cae año tras año, mientras la demanda crece sin freno desde hace 15 años. ¿La solución? Importar más. ¿Y el dinero? No hay. ¿Los dólares? Tampoco. ¿El plan de contingencia? Brilla por su ausencia.
El vicepresidente de operaciones de YPFB, Ariel Montaño, lo reconoció sin rodeos: lo que hoy vivimos era previsible. Lo sabían. Lo vimos venir. Y, sin embargo, no hicieron nada. Porque lo más grave no es que nos falten combustibles, sino que nos sobra improvisación. Y la improvisación, cuando es sistemática, se llama irresponsabilidad.
Los subsidios se han vuelto una trampa mortal. El gobierno de Luis Arce se aferra a ellos como si fueran símbolo de justicia social, cuando en realidad hoy son símbolo de incapacidad. Se subvenciona el 90% del diésel y más de la mitad de la gasolina. Con qué se paga, nadie sabe. Lo cierto es que cada litro que llega cuesta divisas que Bolivia no tiene, mientras los sectores productivos claman por abastecimiento en plena zafra.
Santa Cruz, se necesitan 3,3 millones de litros diarios de diésel. Apenas llegan 700.000. Resultado: carreteras bloqueadas, cosechas en riesgo, transporte urbano operando al 35%, y una economía que apenas puede respirar.
Todo esto ocurre bajo un telón de fondo aún más turbio: la importación de combustibles está bajo sospecha. La Asamblea Legislativa investiga irregularidades, hay llamados a auditorías por inconsistencias flagrantes en los volúmenes importados, y la corrupción se asoma como el cáncer que carcome todo esfuerzo institucional. Porque cuando hay escasez, siempre hay quienes lucran. Y en Bolivia, eso ya se ha vuelto norma.
El gobierno se presenta como víctima, pero es el gran responsable. Arce y su gabinete insisten en que enfrentan un contexto internacional adverso, en que el Legislativo bloquea créditos, en que las calificadoras son injustas. Todo menos asumir su propia culpa: haber heredado un modelo energético inviable y no haber tenido la voluntad —ni el coraje— de cambiarlo a tiempo.
Bolivia no necesita otro parche, necesita una reforma estructural del sector energético. Con reglas claras, transparencia absoluta, participación privada responsable y eliminación progresiva de subsidios que empobrecen a todos.
Los bolivianos seguiremos en este laberinto de incertidumbre, rogando que mañana haya combustible, mientras quienes deberían guiarnos hacia la salida, prefieren seguir jugando a ser víctimas de un problema que ellos mismos crearon. Porque el verdadero déficit que hoy enfrentamos no es de diésel ni de gasolina: es de liderazgo.