Luis Arce ha optado por el silencio, la inmovilidad, el cálculo político por sobre el deber de gobernar. En medio del colapso, su inacción no solo huele a derrota, sino que exuda irresponsabilidad histórica. Ha dejado que el muerto se pudra para que otro lo entierre. La pregunta que queda es: ¿qué hará el próximo gobierno cuando levante la tapa de este féretro económico?
Las previsiones del FMI para 2025 y 2026 son sombrías: estancamiento, escasez de divisas, riesgo de default, inflación contenida artificialmente y una deuda que crece sin dirección. Moody’s ha sentenciado a Bolivia con una calificación de Ca, una antesala del default soberano. Y no se trata solo de tecnicismos financieros: lo que está en juego es la viabilidad misma del Estado.
El próximo gobierno recibirá un país desfondado. Reservas internacionales al mínimo. Oro que no puede venderse sin autolesionarse. Deuda externa que se acerca al 25% del PIB, con pagos cercanos de más de 380 millones de dólares solo en 2026. Subsidios a los carburantes que asfixian las finanzas públicas. Un tipo de cambio insostenible. Y sobre todo, una población exhausta, irritada, con la mecha corta tras años de promesas huecas y represión.
Para evitar una convulsión social, el nuevo gobierno deberá aplicar una estrategia de sinceramiento gradual, empezando por liberar parcialmente el tipo de cambio y revisar la política de subsidios, orientándolos únicamente a los sectores más vulnerables. Sin dólares no hay paz, por lo que será clave conseguir líneas de crédito con multilaterales que confíen en un nuevo liderazgo. Para eso no bastará con discursos: se necesita un programa económico creíble, respaldado por un equipo técnico sólido y políticamente viable.
El país necesita exportar más, y para ello hay que eliminar de inmediato las trabas a la venta externa de carne, soya y otros productos no tradicionales. Se acabó el tiempo del dogmatismo ideológico. La única ideología válida hoy es el pragmatismo.
El nuevo gobierno tendrá que reconstruir puentes con la oposición, los empresarios y los sectores sociales. Sin un pacto mínimo de gobernabilidad, cualquier reforma será triturada por la polarización.
Todo esto tendrá que ir acompañado de una transparencia radical. El nuevo gobierno debe publicar cifras reales, abrir el Banco Central a auditorías independientes y garantizar acceso a información fiscal. La confianza no se decreta, se construye con datos y hechos.
Si no se hace nada, el colapso será total. El dólar paralelo explotará. La inflación se disparará. Las importaciones de diésel y gasolina se frenarán. El transporte y la producción se paralizarán. Las protestas serán inevitables y el país podría entrar en un ciclo de inestabilidad tan profundo como el que precedió a octubre de 2003.
El desafío para 2026 no es solo evitar el colapso: es reconstruir el contrato social de una nación que ha vivido de espejismos y necesita, con urgencia, una bocanada de realismo y responsabilidad. Esta vez ya no queda más margen para el error.