Cuando creíamos que ya nada podía sorprendernos, apareció el ministro Silva para demostrarnos que la creatividad humana, especialmente en la ignorancia, no tiene límites. “El precio de la carne no debería estar elevado porque la vaca la compraron hace tres años”, sentenció, con una sabiduría tan profunda que debería ser inmortalizada en piedra para que las futuras generaciones no olviden jamás cuán lejos puede llegar un gobierno desconectado de la realidad.
Para entender el nivel de la barbaridad pronunciada, basta con recordar cómo funciona la cadena productiva de la carne. El ganadero, ese ser casi extinto en Bolivia, es quien invierte, arriesga, soporta sequías, inundaciones, epidemias, precios volátiles, impuestos voraces y regulaciones absurdas. Todo para que, al final, sean el intermediario, el frigorífico, el exportador y el supermercado quienes capturen la mayor parte de la rentabilidad. Pero, para el viceministro Silva, todo es tan sencillo como guardar una vaca en el ropero y, tres años después, sacarla a precio de liquidación.
El ganadero tampoco se salva de una pequeña culpa: nunca realizó un estudio contundente sobre su participación, porcentualmente hablando, en el precio final de la carne en el mostrador. Si lo hubieran hecho, hoy no estaríamos discutiendo cada año si son ellos o los “otros” los responsables de que el churrasquito sea cada vez más un lujo.
Ahora bien, para los iluminados del gobierno que quizá creen que una vaca es una lata de conserva con vida eterna, conviene explicarles algo básico: criar un bovino listo para faena es un proceso que lleva tiempo, inversión y muchísimo esfuerzo. Se invierte en genética, alimentación, sanidad, infraestructura, sueldos y en impuestos... aunque parezca ciencia ficción para algunos. Todo esto mientras enfrentan regulaciones que parecen ideadas por enemigos de la producción.
Una vez que el animal es vendido, comienza el verdadero festín: frigoríficos que procesan, exportadores que negocian, minoristas que encarecen el producto, cada uno agregando su margen como quien pone sal al gusto, hasta que el precio final en el mercado no guarda la menor relación con lo que recibió el productor original. El ganadero, tras años de trabajo, recibe centavos. Los otros, celebran en dólares.
Pero volvamos al gran argumento ministerial: ¿qué pasa en tres años? Solo para iluminar al viceministro: en tres años suben los precios del maíz, de los medicamentos veterinarios, del transporte, de los salarios (cuando suben), y la inflación hace su parte para arruinar cualquier plan financiero. Todo sube, excepto el entendimiento de algunos funcionarios públicos.
Siguiendo la lógica del ministro, podríamos exigir que el pan se venda hoy a precio de 2021 porque el trigo ya fue sembrado en su momento. O que el pasaje de avión se mantenga al precio de cuando se compró el avión. Una genialidad económica de proporciones históricas.
Lo que estamos presenciando es la ignorancia convertida en política pública. El gobierno de "Tilín", fiel a su costumbre de gobernar desde un universo paralelo, cree que la producción ganadera es una cadena de favores congelados en el tiempo. Pretenden controlar los precios como si pudieran frenar la vida misma con un decreto.
¿El resultado? Menos inversión, menos producción, más escasez y precios aún más altos. Porque en la vida real, donde la naturaleza y la economía no escuchan discursos políticos, quien no invierte ni incentiva, solo cosecha miseria.
El ganadero no es el villano de esta historia, sino el sobreviviente. Es quien, contra todo, sigue produciendo pese a la falta de apoyo, a la presión fiscal, a la regulación absurda y ahora, al insulto a su inteligencia. Mientras tanto, los intermediarios, que no siembran ni un metro de pasto, que trabajan con la plata del ganadero, que no aguantan ni una sequía ni una inundación, multiplican precios en semanas y disfrutan de un negocio sin riesgos.
La ganadería no se improvisa en tres años, ni en diez. Es un proyecto de vida que arranca con la compra de la primera vaca y no termina nunca. Requiere esfuerzo, resiliencia y una fe casi religiosa en que el país mejorará algún día. Cada sequía, cada aborto por enfermedades, cada vaca perdida es un golpe al alma, no un número en una planilla de Excel.
Si el ministro Silva realmente quisiera bajar el precio de la carne, debería empezar por entender, aunque sea un poco, el sistema productivo que tiene frente a sus narices. Dejar de insultar a los productores y comenzar a buscar soluciones reales: incentivar la producción, apoyar la exportación responsable, reducir cargas impositivas absurdas y, sobre todo, dejar de decir estupideces en público.
La carne no es un decorado de supermercado, ni una cifra mágica en un PowerPoint ministerial. Es el resultado de años de trabajo, de sacrificio, de inversión y, últimamente, de fe en un país que, con discursos como el del representante del presidente, parece determinado a expulsar a sus últimos verdaderos productores.
Y para que lo recuerde bien, Silva: ni la economía ni las vacas funcionan con la lógica de los discursos políticos. La economía sigue las leyes del mercado. Las vacas, las de la naturaleza.
Todo lo demás, viceministro, como diría el gran sabio popular, es puro rebuzno ilustrado.
Y como reflexión, debería quedar claro que toda autoridad, por mínima que sea, debería tener un conocimiento real y profundo de los rubros que afectan su cartera ministerial. De lo contrario, no queda la menor duda de que quien ocupa un cargo sin saber de qué habla no llegó por mérito, sino por ser otro ejemplar del extenso rebaño de políticos masiburros que arrastran al país hacia el atraso.