Lo que ocurrió el fin de semana en el Concejo Municipal de Santa Cruz no es política; es delincuencia disfrazada de gestión pública. Es el capítulo más bochornoso —hasta ahora— de una administración dirigida por Johnny Fernández, un alcalde que ha convertido la institucionalidad en rehén de su desesperación por el poder. No se trata ya de errores de gestión o promesas incumplidas: se trata de actos criminales cometidos con total impunidad y con la complicidad escandalosa de la Policía y operadores judiciales.
Santa Cruz vivió un atentado directo
contra la democracia. No es una metáfora: cortar la energía eléctrica de un
edificio público para desactivar cámaras de seguridad, impedir una sesión legal
del órgano legislativo, agredir físicamente a concejales electos por el pueblo
y desplegar hordas de matones encapuchados no es estrategia política; es crimen
organizado.
El modus operandi recuerda a las peores
prácticas mafiosas: amenazas, violencia, usurpación de espacios públicos, uso
de recursos del Estado para fines personales. Y detrás de todo esto, la mano
visible de un alcalde que ya ha demostrado su desprecio por el orden
democrático cuando durante el paro por el censo utilizó vehículos municipales
para trasladar pandilleros y adictos que atacaban a la ciudadanía movilizada.
¿Qué clase de autoridad actúa así? ¿Qué tipo de gestión se sostiene con patotas
en vez de obras?
El episodio más reciente —el cerco
violento al Concejo Municipal— fue el intento desesperado de Johnny Fernández
por evitar el recambio en la directiva legislativa. No podía permitir que la
oposición, sumada a los concejales disidentes de su propio partido, tomara el
control del Concejo. ¿Por qué? Porque perder esa instancia significaba perder
el último escudo para esconder el desastre de su gestión: corrupción, obras
paralizadas, contratos sospechosos y una ciudad sumida en el abandono.
La escena es grotesca: funcionarios
públicos y militantes de UCS tomando con violencia las instalaciones del
Concejo, destrozando vehículos, robando pertenencias a concejales, golpeando
dirigentes vecinales. Y la Policía, en actitud servil, se limitó a observar
desde lejos, cuando no directamente se negó a intervenir. Cuando los ediles
acudieron al Comando Departamental para pedir garantías, fueron recibidos con
puertas cerradas. ¿Qué clase de Estado de derecho permite eso?
Pero incluso ante esta embestida, la
dignidad se impuso. Los concejales, con valentía, trasladaron la sesión a otro
edificio y eligieron una nueva directiva. Lo hicieron entre petardos, gritos,
empujones y agresiones. Pero lo lograron. Y en ese acto de resistencia
democrática se rompió el hechizo de la impunidad.
Johnny Fernández ha perdido el control del Concejo y, con ello, la última coartada para seguir operando en las sombras. Su debacle no es solo política; es moral y legal. Lo que ha ocurrido exige una investigación penal seria, no solo contra los autores materiales de la violencia, sino contra quienes la comandaron desde los despachos municipales. Porque cortar luz, esconderse de las cámaras y enviar patotas a reventar sesiones legislativas no es “crisis política”: es delito.