La inscripción de candidaturas que arranca este 14 de mayo marca el inicio formal de las elecciones más inciertas, fragmentadas y peligrosas que ha vivido Bolivia en los últimos 20 años. Un país fracturado, sin norte, sin consensos básicos y, sobre todo, sin liderazgo político que sea capaz de poner la crisis nacional por encima de las ambiciones personales.
Los bolivianos, que sobreviven en medio de una crisis económica galopante y un estado que camina con respiración asistida, enfrentarán una boleta electoral de al menos 13 candidatos. 13 opciones, ninguna con visión de futuro. Ninguna con credibilidad suficiente para generar un acuerdo mínimo que permita salir del abismo al que nos ha empujado la corrupción, el populismo y la mediocridad política.
Las candidaturas son piezas sueltas de un rompecabezas roto. Viejos políticos reciclados, oportunistas de ocasión, religiosos disfrazados de salvadores, improvisados que venden humo y la tragicomedia del MAS partido en dos: un Evo Morales aferrado a sus delirios de poder, desafiando prohibiciones judiciales, y un Arce que ni siquiera logró proclamarse como candidato de su propio partido. Andrónico Rodríguez tampoco es el futuro; es más bien el síntoma de un país que no quiere, no puede o no sabe construir una opción democrática renovadora.
Lo más grave es que esta fragmentación se da en un clima de desesperanza generalizada: más del 85% de los bolivianos cree que el país va por mal camino. La economía es la primera preocupación, pero ni uno solo de los candidatos ha presentado un plan económico serio, creíble y ejecutable. Están ocupados en la guerra de siglas, en los pactos de alquiler de partidos, en ver quién logra quedarse con los escombros del proceso de cambio.
La falta de acuerdos es la receta perfecta para el desastre. No aprendimos nada de la historia. En 1985, no fue solamente un plan económico el que sacó al país de la hiperinflación: fue la capacidad de Víctor Paz Estenssoro de construir un acuerdo político amplio, sólido, de largo plazo. Hoy, ni Arce, ni Morales, ni la oposición dispersa, ni las nuevas figuras son capaces de generar una mínima plataforma común.
El país se alista para una campaña electoral virulenta, plagada de denuncias, inhabilitaciones, peleas de baja estofa y una segunda vuelta casi garantizada. Una elección que, lejos de dar certezas, abrirá las puertas a más crisis política, más inestabilidad, más protestas callejeras, más bloqueos.
Este proceso electoral, si sigue el camino que hoy se perfila, no traerá soluciones. Traerá más incertidumbre, más polarización, más vacío de poder. Los bolivianos no solo están sufriendo la crisis económica, están sometidos a la angustia de no ver rumbo, de no vislumbrar futuro, de sentir que el barco se hunde mientras la tripulación pelea por ver quién se queda con el timón roto.
Los políticos siguen jugando al teatro del poder. Pero afuera, en la calle, en el mercado, en el campo, la gente ya perdió la paciencia. El 17 de agosto puede ser el inicio de algo peor si no hay grandeza política, si no hay un mínimo de responsabilidad histórica. Y lamentablemente, todo indica que nadie está dispuesto a ceder, a construir, a pensar en el país.
El país se alista para una campaña electoral virulenta, plagada de denuncias, inhabilitaciones, peleas de baja estofa y una segunda vuelta casi garantizada. Una elección que, lejos de dar certezas, abrirá las puertas a más crisis política, más inestabilidad, más protestas callejeras, más bloqueos.