Por primera vez en dos décadas, Bolivia se encamina a una elección presidencial sin Evo Morales ni un heredero ungido por él. Esa sola frase, en cualquier país con salud democrática, sería una señal de renovación. En Bolivia, es apenas un dato que invita a la duda. ¿Será agosto el inicio de la recuperación democrática o solo una pausa en la decadencia institucional que arrastra al país hacia el abismo?
Luis Arce ha bajado del ring por falta de apoyo real y credibilidad, no por nobleza. Evo Morales ha sido finalmente bloqueado por un Tribunal Constitucional que, con décadas de retraso, aplicó los límites constitucionales a la reelección. Y el Movimiento al Socialismo (MAS), sin figuras fuertes y en crisis existencial, tuvo que improvisar candidaturas, incluso recurriendo al recurso de “prestarse” siglas.
Andrónico Rodríguez, el joven que representa la cara renovada del proceso de cambio, no se postula por el MAS, sino que busca nuevos caminos, huyendo de la herencia tóxica de un partido corroído por el caudillismo y las mafias internas.
A simple vista, todo esto parece una buena noticia. El MAS dividido, sin líder ni rumbo, ya no es la maquinaria imparable de otras épocas. Pero sería ingenuo celebrar demasiado pronto. Las estructuras de poder, las redes de corrupción y control territorial construidas durante 20 años no desaparecen con un fallo constitucional ni con una declinación televisada.
El riesgo sigue vivo. El MAS, aunque fracturado, tiene capacidad de reacción. Ya lo demostró en 2019, cuando después de una elección viciada, recuperó el poder en 2020 sin haber enfrentado verdaderamente a la justicia ni desmontado sus engranajes.
La oposición, lejos de capitalizar la crisis del MAS, continúa dispersa, atrapada en egos, liderazgos del pasado y sin una propuesta común que inspire a la ciudadanía. Lo que debería ser un momento de reconstrucción, parece más bien una disputa por la administración de los escombros.
Además, existe el peligro silencioso del pacto por la impunidad. Muchos actores del MAS, incluyendo los que hoy intentan reciclarse como “renovadores”, apuestan por las elecciones no como un ejercicio de rendición de cuentas ante el pueblo, sino como una vía para protegerse mutuamente.
Pero quizás la mayor incógnita está en el día después. Suponiendo que el MAS quede fuera del poder formal, ¿quién gobernará Bolivia? ¿Habrá un pacto mínimo para garantizar gobernabilidad? ¿Existirá la madurez para estabilizar la economía, reconstruir la justicia y refundar las instituciones? ¿O volveremos al escenario de 2020, cuando el MAS desde las calles, las carreteras y los sindicatos saboteó cada intento del gobierno transitorio de Jeanine Áñez?
Bolivia no necesita solo una elección sin Evo. Necesita una democracia con instituciones sólidas, justicia independiente, economía productiva y liderazgo con visión. Necesita una reconstrucción integral, con el tiempo, la energía y los recursos que hoy escasean.