Editorial

Zafarrancho

Lo que ocurre en Bolivia no es una elección democrática: es una tragicomedia jurídica, un zafarrancho institucional donde la democracia se ha convertido en una escenografía de cartón...

Editorial | | 2025-05-23 00:10:00

Lo que ocurre en Bolivia no es una elección democrática: es una tragicomedia jurídica, un zafarrancho institucional donde la democracia se ha convertido en una escenografía de cartón, montada por actores de reparto cuya única vocación es la traición. Las elecciones generales previstas para el 17 de agosto están más en riesgo que nunca por el asedio judicial impulsado por operadores políticos que, con ropaje de jueces o abogados, cumplen el papel de sicarios de la democracia.

La guerra sucia se hace presente con demandas que brotan como hongos, acciones populares que parecen caer del cielo, impugnaciones ridículas, llantos frente a las cámaras y una justicia que calla o actúa según el guión dictado por los titiriteros del poder. La “judicialización del proceso electoral” es una estrategia de sabotaje, un golpe frío, una maniobra concertada para dejar al país sin opciones y al MAS con la cancha vacía.

El dato más revelador: solo tres partidos se salvan del bombardeo judicial, y entre ellos, como no podía ser de otra manera, el Movimiento Al Socialismo. Todos los demás están en la mira. ¿Casualidad? No. Es el resultado de una maquinaria diseñada para desarticular cualquier competencia real.

El Tribunal Supremo Electoral es una piñata golpeada desde todas las direcciones. Sus vocales se ven obligados a responder a una decena de demandas diseñadas para paralizar sus funciones. Y mientras tanto, el Tribunal Constitucional Plurinacional y el Tribunal Supremo de Justicia se dedican a lo que mejor saben hacer desde 2006: callar, encubrir y facilitar el juego sucio de los que mandan.

Desde la reforma judicial impulsada por Evo Morales, la justicia se convirtió en el arma predilecta del poder para aplastar adversarios y blindar la impunidad de los suyos. El espurio Luis Arce no ha movido un dedo para revertir esta podredumbre institucional. Todo lo contrario: la promueve, la financia, la ampara. Porque su único interés no es gobernar, sino prorrogarse; no es servir, sino saquear. Y por eso necesita tiempo. Tiempo para tapar, para negociar su impunidad, para garantizar que no haya un nuevo gobierno que investigue su gestión.

Lo más indignante no es la descomposición de la justicia, sino la pasividad —cuando no complicidad— de muchos actores políticos que ahora se rasgan las vestiduras. Todos sabían que esta elección estaba en riesgo. Todos mintieron. Unos con discursos patrióticos, otros con maniobras silenciosas. Todos jugaron sus cartas con mezquindad, sin pensar en el país, sin defender el derecho sagrado del pueblo a elegir.

Si el 17 de agosto no hay elecciones, que nadie se atreva a llamarlo sorpresa. Hace semanas que están armando la trampa a plena luz del día. La pregunta ya no es si habrá elecciones, sino si hay alguien dispuesto a defenderlas. Lo que está en juego no es un escaño, ni un cargo. Es la última ilusión de que Bolivia pueda volver a decidir su destino en las urnas, y no en los pasillos oscuros de un palacio judicial.

El Tribunal Supremo Electoral es una piñata golpeada desde todas las direcciones. Sus vocales se ven obligados a responder a una decena de demandas diseñadas para paralizar sus funciones. Y mientras tanto, el Tribunal Constitucional Plurinacional y el Tribunal Supremo de Justicia se dedican a lo que mejor saben hacer desde 2006: callar, encubrir y facilitar el juego sucio de los que mandan.