América Latina es rica en recursos naturales, posee tierras fértiles, energía, minerales, acceso al mar y una ubicación geográfica estratégica. Sin embargo, sigue siendo sinónimo de pobreza estructural, desigualdad persistente y promesas eternas de desarrollo que nunca llegan. ¿Por qué? Porque en lugar de generar riqueza, la política regional se ha obsesionado con redistribuirla. Y no se redistribuye abundancia: se redistribuye miseria.
La redistribución forzada de la riqueza —es decir, transferir recursos desde quienes producen hacia quienes no lo hacen, por vía de impuestos asfixiantes, subsidios sin mérito o privilegios políticos disfrazados de justicia social— ha sido el eje de las políticas populistas en el continente.
Bajo el discurso de “nivelar la cancha”, se ha castigado la inversión, el esfuerzo, el emprendimiento y la innovación. ¿El resultado? Más pobreza, menos empleo, fuga de capital y talento, además de un Estado cada vez más grande y menos eficiente.
Lo más perverso del modelo es que perjudica más a los pobres. Los ricos tienen cómo protegerse: pueden mover su capital al exterior, diversificar ingresos, contratar asesores, blindarse con bienes y estructuras legales. Si no emigran, los pobres dependen de las condiciones locales para progresar. Cuando el Estado espanta la inversión, mata el empleo formal, sabotea la productividad y castiga la creación de valor. Los primeros y más golpeados son los de abajo.
Este modelo no sólo no combate la pobreza: la vuelve crónica. No hay políticas sostenidas de generación de riqueza, sólo parches clientelistas para garantizar votos. Subsidios generalizados, bonos sin contraprestación, programas sociales sin evaluación real de impacto. Todo eso crea una cultura de dependencia que debilita el tejido productivo. Lejos de empoderar a las personas, las vuelve rehenes de la política.
Mientras tanto, los emprendedores y profesionales capaces —los que podrían dinamizar la economía— se enfrentan a regulaciones hostiles, inseguridad jurídica, cargas fiscales excesivas y un entorno de negocios plagado de incertidumbre. Muchos se van. Y los que se quedan, sobreviven a duras penas. Así, la región se convierte en un cementerio de potenciales.
La ironía más cruel es que esta redistribución, supuestamente orientada a reducir la desigualdad, en la práctica la profundiza. Porque concentra el poder económico y político en las élites gobernantes que administran el aparato estatal. Ellos deciden quién recibe qué, a cambio de qué, y cuándo. No hay equidad, hay favores. No hay justicia social, hay redes clientelares. Lo que se vende como inclusión es, en realidad, una sofisticada maquinaria de control social.
Mientras tanto, regiones del mundo con menos recursos naturales —como varios países del sudeste asiático o del este europeo— han logrado salir de la pobreza apostando a la inversión, la apertura comercial, la educación de calidad, y sobre todo, a la creación de valor. Nosotros seguimos repartiéndonos lo poco que tenemos y culpando a otros de nuestra miseria.
Lo más perverso del modelo es que perjudica más a los pobres. Los ricos tienen cómo protegerse: pueden mover su capital al exterior, diversificar ingresos, contratar asesores, blindarse con bienes y estructuras legales. Si no emigran, los pobres dependen de las condiciones locales para progresar.