El socialismo está basado en las teorías de Karl Marx, quien hizo una serie de predicciones que jamás se cumplieron. Ninguna de ellas. El filósofo alemán elaboró una visión del capitalismo plagada de fatalismo: anticipó el empobrecimiento creciente de la clase trabajadora, el desempleo masivo producto de la tecnología, crisis económicas cíclicas por sobreproducción, una expansión imperialista para sostener las ganancias capitalistas y la consolidación inevitable de monopolios que dominarían los mercados. Sin embargo, a más de 150 años de distancia, la realidad ha sido muy distinta.
Ya durante la vida de Marx, el capitalismo empezaba a mostrar signos de progreso material para las masas. La Revolución Industrial y los avances tecnológicos permitieron que incluso los trabajadores menos calificados accedieran a niveles de vida impensables para generaciones anteriores. Hoy, los trabajadores disfrutan de salarios reales más altos, jornadas laborales más cortas, condiciones más seguras y un acceso sin precedentes a educación, salud y bienes de consumo. Paradójicamente, muchas de las promesas que el socialismo hacía –prosperidad, tiempo libre, desarrollo cultural– han sido cumplidas en mayor medida por las economías de mercado.
Una de las críticas más insistentes de Marx fue contra el impacto de la tecnología sobre el empleo. Afirmaba que la automatización eliminaría puestos de trabajo, degradaría a los trabajadores a operadores de máquinas sin habilidades y crearía un ejército industrial de reserva que empujaría los salarios a la baja. Pero la experiencia ha sido contraria: la tecnología ha potenciado la productividad de los trabajadores, los ha hecho más valiosos para los empleadores, y ha dado lugar a nuevas industrias y ocupaciones. Lejos de extender las jornadas laborales, la mecanización ha contribuido a reducirlas.
Otro de los errores fundamentales fue su visión del capitalismo como un juego de suma cero, donde las ganancias del capitalista implicaban pérdidas para el trabajador. La expansión de la economía de mercado ha demostrado que es posible crear riqueza para ambas partes.
En cuanto al imperialismo, Marx predijo que los capitalistas, enfrentados a una caída en sus márgenes de ganancia, recurrirían a la conquista para mantener sus beneficios. No obstante, ha sido el comercio –no la guerra– el motor de expansión económica más poderoso. Intercambios voluntarios, innovación y acceso a nuevos mercados han demostrado ser más efectivos que cualquier ocupación territorial.
Finalmente, su pronóstico sobre el dominio inevitable de los monopolios se ha revelado impreciso. En mercados libres la competencia, la innovación y, sobre todo, la falta de intervención estatal permiten el ingreso de nuevos actores. Son, más bien, las regulaciones, subsidios y licencias gubernamentales las que sostienen monopolios duraderos, beneficiando a empresas conectadas políticamente.
Hoy, los trabajadores disfrutan de salarios reales más altos, jornadas laborales más cortas, condiciones más seguras y un acceso sin precedentes a educación, salud y bienes de consumo. Paradójicamente, muchas de las promesas que el socialismo hacía –prosperidad, tiempo libre, desarrollo cultural– han sido cumplidas en mayor medida por las economías de mercado.