Bolivia atraviesa una de sus etapas más oscuras. La decadencia de las instituciones, el colapso económico y el avance del crimen organizado ya no parecen consecuencias involuntarias de la mala gestión, sino características esenciales del modelo de poder que gobierna desde hace casi dos décadas.
Mientras el país clama por soluciones urgentes, el presidente Luis Arce se aferra a una candidatura parlamentaria que, más que una aspiración política, parece ser su única vía de escape judicial. La cúpula del Movimiento al Socialismo (MAS) se descompone entre facciones sedientas de poder, y lo que alguna vez se presentó como un proyecto indígena-popular hoy es solo el cascarón vacío de una maquinaria diseñada para sostener la impunidad, los negocios turbios y la corrupción estructural.
Una de las expresiones más alarmantes de esta podredumbre institucional es el caso de Rafael Ernesto Arce Mosqueira, hijo del presidente. A sus 25 años, y con un historial laboral modesto en el aparato público, logró adquirir un predio agrícola de más de 2.100 hectáreas por 3,3 millones de dólares. Esta operación, que habría pasado inadvertida de no ser por una investigación internacional, despierta serias dudas sobre el origen de los fondos y el uso del poder para el enriquecimiento personal. No hubo escándalo local, ni fiscalización, ni consecuencias. Solo silencio y complicidad.
En paralelo, Bolivia se ha convertido en refugio preferido de capos del crimen organizado internacional. El reciente caso de “Tuta”, miembro del Primeiro Comando da Capital (PCC) de Brasil, quien intentó renovar un documento de identidad boliviano falso en compañía de un oficial de policía, revela una verdad incómoda: estructuras del Estado protegen, encubren y negocian con criminales de alto perfil.
La lista de prófugos brasileños que encontraron cobijo en nuestro país es larga: “Mijao”, “André do Rap”, “Cebolla”, “Chacal”, “Forjado”... Todos con identidades falsas, documentación oficial y presunta protección de funcionarios públicos. Esto no es descuido ni negligencia. Es una red de intereses donde la seguridad, la justicia y la soberanía son bienes negociables.
La respuesta del Ministerio Público frente a la extradición de “Tuta” —por haberse realizado sin su consentimiento— no hizo más que confirmar lo que ya se sospechaba: la Fiscalía no es ajena a estos vínculos. La coordinación con las autoridades brasileñas es escasa, cuando no inexistente. La prioridad parece ser proteger a los protegidos.
El deterioro económico acompaña este derrumbe moral. El país enfrenta inflación, escasez de combustibles, falta de dólares, inseguridad jurídica y una desesperanza generalizada. Las decisiones económicas del Gobierno han sido insuficientes, cuando no directamente contraproducentes. Pero el poder político sigue más enfocado en preservar privilegios, eliminar adversarios y asegurar cuotas de poder que en brindar soluciones estructurales.
En ese contexto, se han anulado partidos, inhabilitado precandidatos emergentes y perseguido opositores. Se impide el surgimiento de alternativas con potencial electoral bajo la excusa de tecnicismos legales y cargos inventados a conveniencia. Se sostiene una narrativa revolucionaria vacía mientras se gestiona una economía quebrada y se ampara a delincuentes.
La Bolivia de hoy no es simplemente un país en crisis. Es un Estado que ha normalizado la ilegalidad, institucionalizado la corrupción y convertido la impunidad en política pública. La transición de la democracia a la decadencia ha sido silenciosa, paulatina… y muy eficaz.
Frente a este panorama, la ciudadanía ya no espera milagros, solo elecciones. Pero incluso ese derecho está en riesgo, rehén de quienes convirtieron el poder en botín y la justicia en arma.
Hoy, Bolivia no necesita reformas. Necesita una reconstrucción total.