Una herida de bala puede desencadenar una cadena de eventos fisiológicos que culminan en la muerte, dependiendo de múltiples factores clínicos y anatómicos.
Uno de los mecanismos más comunes es el choque hipovolémico, causado por una pérdida masiva de sangre, que impide que el corazón distribuya oxígeno adecuadamente.
El cuerpo humano tiene entre 4,5 y 6 litros de sangre, y perder más del 40% puede llevar a un colapso circulatorio irreversible si no se actúa con rapidez.
Las balas que atraviesan arterias, venas o tejidos vascularizados como el hígado o los pulmones provocan sangrado rápido y progresión hacia la muerte si no se detiene.
Otro mecanismo letal es el daño directo al sistema nervioso central: un disparo al cráneo o médula espinal puede causar muerte inmediata.
Las heridas que afectan zonas vitales del cerebro, como el tronco encefálico, anulan funciones esenciales como la respiración o el ritmo cardíaco en segundos.
El trauma torácico también es crítico: un disparo a los pulmones puede generar neumotórax o hemotórax, provocando asfixia o colapso pulmonar.
En casos no letales inmediatos, las heridas pueden infectarse y derivar en sepsis, una reacción inflamatoria grave que desencadena falla multiorgánica.
Esta secuencia puede tardar horas o días, y se da con mayor frecuencia en lesiones abdominales mal tratadas o sin intervención médica adecuada.
Comprender estos procesos no solo tiene valor médico, sino que resalta la urgencia de un debate social sobre el uso y tenencia responsable de armas de fuego.
