La industria petrolera boliviana ha colapsado en tiempo récord. Lo que alguna vez fue la principal fuente de ingresos del país, hoy se encuentra en ruinas. La renta petrolera de 2024 alcanzó apenas los 1.635 millones de dólares, la cifra más baja desde 2007, y para 2025 se proyecta un descenso a 1.500 millones. Esto es una catástrofe anunciada, pero aún así el gobierno de Luis Arce insiste en negarla.
El hundimiento de la industria no es un accidente ni un resultado inevitable del mercado global. Es, más bien, la consecuencia directa de la gestión desastrosa del MAS, que dinamitó la capacidad productiva del sector con decisiones erróneas, negligencia y una absoluta falta de planificación. El saqueo político de Yacimientos Petrolíferos Fiscales Bolivianos, la falta de inversión en exploración y la pérdida de mercados internacionales han sellado el destino de Bolivia como un país que, en poco tiempo, tendrá que importar la totalidad de sus combustibles.
El discurso oficial intenta minimizar el problema. Armin Dorgathen, presidente de YPFB, insiste en que los ingresos se mantienen "relativamente estables" y que hay acuerdos comerciales en curso para paliar la situación. Sin embargo, las cifras cuentan otra historia: en 2014, la renta petrolera alcanzó los 5.490 millones de dólares; hoy es apenas una fracción de aquello, como resultado de la incompetencia, la improvisación y un modelo económico basado en la expoliación de recursos sin garantizar su reposición.
Desde que se inició la explotación comercial de hidrocarburos en el país a principios del siglo XX, jamás habíamos estado tan cerca del colapso total. Las reservas han caído a niveles críticos, la producción diaria ha disminuido drásticamente y los contratos de exportación con Argentina y Brasil están en riesgo. La improvisación con la importación de diésel y gasolina, que ya representa más del 50 por ciento del consumo interno, es la única estrategia del gobierno para tapar el desastre, pero esto no hará sino profundizar el déficit fiscal y la dependencia energética.
Luis Arce no tiene la menor idea de cómo recuperar el sector. Su gobierno insiste en recetas fallidas, negándose a reconocer la magnitud de la crisis y perpetuando un esquema de administración que ha demostrado ser inviable. Sin inversiones serias, sin transparencia en la gestión y sin un plan realista para reactivar la exploración y explotación, la industria hidrocarburífera boliviana está condenada.
Bolivia tocó fondo. La pregunta ya no es cómo rescatar la industria petrolera, sino cómo sobreviviremos sin ella. La dependencia de las importaciones de combustibles será total, y la economía, que ya tambalea, recibirá un golpe mortal. Mientras tanto, el gobierno sigue apostando por la propaganda y la negación de la realidad. Pero el tiempo se agota y la factura de esta debacle sigue llegando.
Las cifras cuentan una historia dramática: en 2014, la renta petrolera alcanzó los 5.490 millones de dólares; hoy es apenas una fracción de aquello, como resultado de la incompetencia, la improvisación y un modelo económico basado en la expoliación de recursos sin garantizar su reposición.