Bolivia asiste, una vez más, al mismo guion de siempre: Evo Morales, el eterno agitador, desestabilizando la democracia, sembrando caos y miseria, chantajeando a la nación con bloqueos, amenazas y un séquito fanático que, sin partido ni candidatura legal, aún tiene el poder de paralizar un país entero. ¿Hasta cuándo?
Las Fuerzas Armadas han emitido un comunicado asegurando su cohesión institucional y su lealtad al mandato constitucional. ¿Cohesionadas para qué? ¿Para mirar desde los cuarteles cómo Morales sigue asfixiando al país? ¿Para no intervenir mientras se boicotean elecciones, se violan derechos y se agrede a la población? La pasividad institucional frente al constante atropello de Morales y su facción no es neutralidad: es complicidad por omisión.
Lo acusan de todo: abuso de menores, vínculos con el narcotráfico, corrupción sistemática. Pero sigue libre. Sigue actuando como si fuera el dueño de Bolivia. No tiene partido, no tiene legalidad, pero sí tiene poder, influencia y capacidad de daño. Mientras tanto, las instituciones democráticas, el gobierno de turno, las Fuerzas Armadas y la Policía, simplemente lo toleran. ¿Qué están esperando? ¿Quién le va a poner el cascabel al gato?
Desde los años 80, Evo Morales ha sido el cáncer de Bolivia. Un hombre que convirtió una supuesta lucha sindical en plataforma de poder absoluto, que se ha enriquecido mientras predicaba pobreza, que corrompió moral y políticamente a una generación entera. Desde el MAS, ha deformado el Estado, ha infiltrado todas las instituciones, ha manipulado la justicia, ha deshecho la economía productiva, y hoy, incluso inhabilitado, sigue gobernando desde las sombras.
Los analistas de escritorio aseguran que Evo es un cadáver político. Pero es un cadáver que camina, que golpea, que paraliza. ¿Cuánto más tiene que resistir Bolivia? ¿Cuánta más violencia, pobreza, incertidumbre debemos soportar por un hombre que ya no debería figurar en la historia contemporánea sino en las páginas judiciales?
Hay una responsabilidad compartida. El gobierno actual ha sido tibio y calculador. No ha actuado con firmeza ni con principios. Ha permitido que Morales marque la agenda nacional desde afuera, desde el resentimiento, desde el chantaje. Y la oposición, fragmentada, sin un liderazgo fuerte, también ha sido incapaz de articular una alternativa seria y valiente.
Bolivia no va a cambiar mientras Morales siga impune. No va a prosperar mientras se permita que un solo hombre chantajee a millones. No habrá estabilidad si no hay justicia. No habrá futuro mientras se tolere que se bloquee el país cada vez que Evo Morales no obtiene lo que quiere.
Bolivia necesita un valiente. No uno que lo enfrente con discursos ni con negociaciones eternas. Uno que haga cumplir la ley, que garantice elecciones libres, que ponga fin al chantaje como sistema de poder. Hasta que llegue ese día, Evo Morales seguirá siendo el supremo de una Bolivia inerme, paralizada y resignada.
La pregunta no es si Evo va a volver: es cuánto daño más le van a permitir hacer antes de que alguien, finalmente, lo enfrente con la ley, con decisión y sin miedo.