En Bolivia, los síntomas de una crisis profunda no solo están en las instituciones: están en las calles, en las redes, en las aulas vacías de formación cívica y en las urnas erosionadas por la desconfianza. Es una crisis política, sí, pero más hondamente, una crisis moral y de representación, en la que el pueblo parece haberse enfermado de hartazgo, de indiferencia, de desconfianza. Como lo describía Giovanni Sartori: “La democracia se destruye cuando sus ciudadanos dejan de creer en ella, incluso antes de que sus instituciones colapsen”.
La situación actual, con enfrentamientos entre bolivianos, entre órganos del Estado, bloqueos judiciales, una ciudadanía perpleja y fragmentada, es el retrato de un Estado que ha perdido el pulso de su legitimidad. No solo se ha fracturado la representación política: también la conciencia colectiva de comunidad política. Y sin comunidad política, no hay república que subsista ni plurinacionalidad que soliviante un futuro promisorio.
La política boliviana se ha transformado en una sucesión de actos administrativos disfrazados de deliberación, de pujas por el poder sin proyecto, de cálculos sin principios. Como advierte Pierre Rosanvallon: “La democracia contemporánea no se destruye por golpes de Estado, sino por una lenta erosión de su vitalidad representativa”. En Bolivia, esa erosión se manifiesta en la desconexión creciente entre representantes y representados. Los partidos, cuando existen, son maquinarias de ocasión; las asambleas, espacios de gritería antes que de deliberación; y el gobierno, un campo de batalla entre legalismos y hegemonías.
El MAS, otrora fuerza hegemónica con vocación de proyecto histórico, ha devenido en una disputa interna que refleja el vaciamiento de formación y debate político. Evo Morales, fuera del poder formal pero aún operando como una sombra omnipresente, insiste en volver al centro de la escena. Pero el retorno no es solo el suyo: es el síntoma de una política encerrada en el pasado, incapaz de parir nuevos liderazgos sin tutelaje.
El resto del espectro político no ofrece mejores horizontes. Fragmentado, desorientado, muchas veces construido sobre el oportunismo electoral, carece de una narrativa común más allá del discurso falaz de ellos contra nosotros. Ni proyecto de país, ni escuela de ciudadanía. En palabras de Norberto Bobbio: “La democracia necesita más que instituciones: necesita demócratas”.
Hablar de un pueblo enfermo no es un juicio moral, sino un diagnóstico social. Bolivia arrastra desde hace décadas una carencia estructural de educación política, un déficit que ha incubado generaciones sin herramientas para discernir entre populismo y política, entre caudillismo y liderazgo. No sorprende, entonces, que el debate público se haya degradado al nivel de la consigna vacía y el meme agresivo.
La desconfianza institucional es abrumadora. Según Latinobarómetro 2023, solo el 15 % de los bolivianos confía en los partidos políticos y menos del 25 % en la Asamblea Legislativa Plurinacional. Esta cifra no es casual: es consecuencia de una democracia que no educa, que no dialoga, que no escucha.
La debilidad de la formación política, tanto en la escuela como en la universidad, ha dejado un vacío que los extremos llenan con discursos de odio o simplificaciones ideológicas. “Los ciudadanos no nacen, se hacen”, decía Jean-Jacques Rousseau. Hoy, en Bolivia, el ciudadano está huérfano de república y de sentido.
El conflicto en el Órgano Judicial, con jueces prorrogados sin legitimidad constitucional y una Asamblea que no logra elegir a sus reemplazos, es otro síntoma del colapso de la representación. Las élites políticas —oficialistas y opositoras— han reducido la justicia a un botín. Mientras tanto, miles de ciudadanos esperan resoluciones, y el sistema judicial se convierte en un aparato burocrático sin alma ni independencia.
Carlos Mesa, expresidente y uno de los pocos referentes con perspectiva histórica, advirtió recientemente que “la crisis del sistema de justicia es tan grave como la del sistema político: no hay garantías mínimas para los ciudadanos”. Y sin justicia, no hay contrato social que valga.
No hay soluciones milagrosas. Pero sí hay caminos posibles. El primero pasa por la formación política como política pública. Recuperar la educación cívica, fortalecer las escuelas de liderazgo democrático, promover el pensamiento crítico en todos los niveles educativos. Como escribió Hannah Arendt: “El mayor enemigo de la verdad no es la mentira deliberada, sino la superficialidad”.
El segundo camino es la reconstrucción de los partidos políticos o, en su defecto, de las agrupaciones ciudadanas, como instituciones permanentes, no como marcas electorales. El financiamiento público condicionado a formación, democracia interna y transparencia podría ser una medida inicial. Hay experiencias comparadas, como en Alemania o Uruguay, que podrían adaptarse.
El tercer eje es la ciudadanía activa. No podemos seguir delegando la política a los de siempre y luego quejarnos de los resultados. El civismo no se hereda: se construye en la cotidianidad, en la participación, en el control social, en la exigencia permanente de rendición de cuentas.
Bolivia atraviesa una de las crisis políticas más profundas desde la transición democrática. Pero, a diferencia de otros momentos, no es una crisis de partidos, de gobierno o de coyuntura: es una crisis de cultura política, de ciudadanía, de sentido. Y en esa crisis, el mayor peligro es la resignación.
En un país donde cada uno se atrinchera en su verdad, donde el insulto reemplaza al argumento y la revancha al diálogo, el acto más revolucionario es escuchar. Escuchar al otro, al distinto, al que no piensa como yo. Y construir con él. Como bien decía el jurista italiano Luigi Ferrajoli: “La democracia no es solo la regla de la mayoría: es el respeto de las minorías, el equilibrio de poderes y la garantía de los derechos”. Es hora de recordarlo. Y de actuar en consecuencia.