Por años se nos ha dicho que sería una tragedia despedir empleados públicos, que achicar el Estado es sinónimo de caos social. Este discurso, repetido hasta el cansancio por el MAS y sus operadores, ha servido para justificar un crecimiento descontrolado del aparato estatal que hoy estrangula a la economía boliviana. Ya es hora de desmontar ese mito.
Hoy Bolivia tiene más de 500.000 empleados públicos. Para un país de apenas 12 millones de habitantes, esta es una cifra obscena. Y no hablamos de médicos y maestros —que cumplen funciones esenciales—, sino de una burocracia parasitaria cuyo verdadero objetivo es hacerle la vida imposible al sector productivo.
Los empresarios bolivianos enfrentan aranceles opacos, impuestos confiscatorios, trámites interminables, controles arbitrarios y un mar de regulaciones que cambian según el capricho del burócrata de turno. Esta red clientelar, en manos del MAS, no está diseñada para servir al ciudadano, sino para recaudar para el aparato político y mantener cautivo a un electorado dependiente del Estado.
Los números no mienten: durante los últimos 15 años, mientras el empleo público se disparaba, la productividad privada se estancó, la inversión extranjera directa cayó, y miles de emprendedores eligieron la informalidad o simplemente cerraron sus puertas.
Los estudios internacionales muestran que este fenómeno no es exclusivo de Bolivia. En países como Argentina y Grecia, por cada nuevo empleo público improductivo se pierden entre 2 y 4 empleos privados. ¿Por qué ocurre esto? Porque un Estado sobredimensionado necesita impuestos más altos y absorbe capital humano y recursos que deberían estar creando riqueza en el sector privado. Por cada trámite inútil, por cada inspector que extorsiona, por cada formulario que retrasa un emprendimiento, estamos matando empleos genuinos.
Cuando se plantea la necesidad de recortar esta burocracia, surgen los profetas del desastre: “despedir empleados públicos llevará a una crisis social”, dicen. Es falso. Un recorte bien diseñado liberaría recursos hoy atrapados en un Estado ineficiente. Con menos carga impositiva, el sector privado volvería a respirar, recuperar competitividad y atraer inversiones. Si se simplifican las regulaciones, el emprendedor boliviano podrá volver a crear empresas y empleo. En un entorno más libre, nuestras empresas serán más capaces de competir, generar riqueza y multiplicar las fuentes de trabajo.
En este proceso, los empleados públicos despedidos no quedarían condenados. En una economía liberada del peso estatal, con un sector privado en expansión, habría más oportunidades para que esos trabajadores aporten su talento en actividades productivas y con mayor valor agregado. Hoy muchos de esos empleados públicos capacitados están atados a un escritorio donde no aportan valor real a la sociedad.
Achicar el Estado no es un acto de crueldad; es un acto de sensatez. Es liberar a la sociedad de una carga que asfixia su creatividad, su espíritu emprendedor y su capacidad de generar prosperidad. Bolivia no puede seguir sosteniendo un elefante burocrático para proteger los intereses de una élite partidaria. No hay que tenerle miedo a achicar el Estado. Hay que tenerle miedo a no hacerlo.