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El alcohol: un enemigo que se disfraza de alivio

La adicción al alcohol destruye sin anunciarse: corroe relaciones, carreras y sueños desde el silencio. Pero es posible detectarla, enfrentarla y actuar antes de que lo pierdas todo.

Imagen referencial.
| Aníbal Romero Sandoval - Médico | 2025-06-15 15:10:00

El alcohol rara vez destruye una vida de un solo golpe. No siempre llega con escándalos ni termina en tragedias visibles. Lo más común es que se instale sin ruido, como parte de lo cotidiano, hasta que se convierte en una presencia dominante, destructiva y normalizada.

Todo suele empezar con una promesa inocente: relajarse, socializar, desconectarse. Con el tiempo, esa promesa se convierte en necesidad. Y cuando el hábito se instala, ya no se bebe por placer, sino por carencia. Por no saber estar en paz sin ese escape.

En el ámbito laboral, el deterioro aparece sin anuncio. Disminuye el rendimiento, se acumulan retrasos, fallan las entregas. La persona antes comprometida comienza a parecer inestable. Las excusas crecen, los vínculos se tensan, y finalmente llega el despido. No como castigo, sino como una consecuencia inevitable.

En la universidad, el alcohol se disfraza de fiesta. Pero mientras unos celebran, otros se atrasan. Se pierden clases, se rinden mal los exámenes. Lo que parecía parte de la “experiencia” termina estancando futuros brillantes. El talento no alcanza si la voluntad se diluye entre resacas.

En las relaciones de pareja, la adicción se vuelve un tercero invisible. Al principio es evasión, luego distancia. Las conversaciones se enfrían, la intimidad se extingue. La confianza se erosiona lentamente, hasta que ya no queda conexión. Y cuando llega la ruptura, muchas veces, ni siquiera hay drama, solo vacío.

Lo más trágico es que muchos no se dan cuenta hasta que ya es demasiado tarde. El alcohol destruye desde la sombra. No necesita un exceso diario para hacer daño: basta con ir reemplazando poco a poco lo esencial —palabra, juicio, afecto— por un letargo sostenido.

No se trata de moralismo ni condena. No es cuestión de prohibir, sino de reconocer. Ver que el alcohol no solo daña el cuerpo, sino que puede arruinar trayectorias, vínculos y autoestima. Que anestesiarse cada noche puede costar años de vida consciente.

Pero hay salida. Siempre la hay. No es fácil, pero es posible. Porque así como el alcohol construye una falsa calma, la lucidez —aunque dolorosa al principio— permite reconstruir lo que parecía perdido.

A veces el primer paso es reconocer que hay un problema. Dejar de justificarlo. Dejar de decir “yo lo controlo”. La verdad puede doler, pero es el único punto de partida para la transformación.

También es crucial tener redes de apoyo. Nadie sale solo del alcoholismo. La ayuda profesional, los grupos de apoyo y el acompañamiento emocional marcan la diferencia entre hundirse o resurgir.

Si tienes a alguien cercano que bebe en exceso, tu rol es clave. No juzgues. Escucha. Habla con sinceridad y ternura. Sé espejo sin violencia. Acompaña sin invadir. Ayudar no es salvar: es caminar al lado con empatía y límites claros.

Porque el alcohol sí mata. A veces el cuerpo. Pero casi siempre la voluntad. Y si se puede prevenir esa muerte silenciosa, hay que hacerlo. Con verdad. Con afecto. Y con una decisión firme de no normalizar el derrumbe. Nunca.

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