Suena brutal, pero la historia demuestra que la bomba atómica ha funcionado como un extraño factor de contención. Desde Hiroshima y Nagasaki, nadie ha vuelto a usarla y ese miedo compartido nos ha evitado una Tercera Guerra Mundial. La amenaza existe, pero también el equilibrio. El problema comienza cuando ese poder destructivo cae en manos de regímenes como el de Irán, cuyo objetivo declarado no es la defensa, sino la aniquilación del enemigo. Ahí se rompe el equilibrio y se activa el reloj del caos.
Irán no es un país revolucionario en clave latinoamericana. No es un aliado del progresismo, ni un defensor de los pueblos oprimidos. Es una teocracia fundamentalista que ejecuta homosexuales, oprime mujeres, persigue disidentes y financia grupos terroristas como Hamás y Hezbolá. Es también el autor intelectual del atentado contra la AMIA en Argentina. La idea de que un régimen con semejante prontuario tenga acceso a armas nucleares debería encender todas las alarmas, incluso en Bolivia.
Porque Bolivia no está al margen de este juego. Durante los gobiernos del MAS se firmaron acuerdos con Irán que incluyeron cooperación militar, tecnológica y hasta educativa. Se permitió el financiamiento iraní de una escuela militar y se especuló con posibles convenios para el desarrollo nuclear con fines "pacíficos". ¿Qué garantías existen de que ese desarrollo no derive, en el futuro, en algo más siniestro? ¿Quién controla la verdadera agenda de Irán?
Lo que ocurre con Brasil hoy es un espejo que nos incomoda. El alineamiento de Lula con Irán ha sido duramente cuestionado por las democracias occidentales. No se trata de condenar por condenar, sino de entender con quién se está tratando. Mientras el G-7 advierte que Irán es el principal foco de terrorismo global, Lula condena a Israel por defenderse. ¿Qué mensaje da eso? ¿Qué clase de liderazgo regional pretende construir si justifica la barbarie por cálculo geopolítico?
Y Bolivia ha seguido esa misma ruta silenciosa de coqueteo con los ayatolás. A la sombra de un discurso antiimperialista, se han abierto puertas a actores que representan lo opuesto a cualquier idea de justicia o dignidad humana. La diferencia cultural y religiosa no es el problema; el problema es la ideología del odio que sostiene ese régimen. Una que considera "infieles" a todos los que no se someten a su dogma y que ve la muerte en nombre de Dios como una virtud.
Este vínculo con Irán no es menor. Es parte de un eje geopolítico más amplio donde Bolivia, sin peso estratégico, corre el riesgo de convertirse en una ficha descartable. Mientras la comunidad internacional busca evitar que Teherán alcance su objetivo nuclear, en el continente algunos gobiernos lo legitiman. Esto no es neutralidad, es complicidad.
Irán no quiere tener una bomba para equilibrar fuerzas, como India o Pakistán. La quiere para destruir. Ese es su discurso, su política y su praxis. Los gobiernos que cierran los ojos ante esa realidad —por ignorancia, por ideología o por interés económico— están jugando con fuego. Y cuando ese fuego estalle, no habrá escudo ideológico que los salve.
Bolivia ha seguido una ruta silenciosa de coqueteo con los ayatolás. A la sombra de un discurso antiimperialista, se han abierto puertas a actores que representan lo opuesto a cualquier idea de justicia o dignidad humana. La diferencia cultural y religiosa no es el problema; el problema es la ideología del odio que sostiene ese régimen.