
En Sudáfrica, cuando ser negro era motivo de encierro, cuando hablar podía costar la vida, Miriam Makeba se atrevió a cantar. Lo hizo con una voz que venía de muy adentro, una voz que no buscaba aplausos, sino justicia. Cantaba lo que dolía. Cantaba lo que nadie quería escuchar. Y en ese canto sencillo, a veces alegre, a veces desgarrado, puso el alma de un continente que llevaba demasiado tiempo silenciado.
Desde niña supo lo que era vivir bajo una ley que marcaba su vida como inferior. Las calles le enseñaron a bajar la mirada, pero ella levantó la frente y se hizo escuchar. Empezó en pequeños escenarios, con canciones en lenguas africanas, negadas por un sistema que despreciaba sus raíces. No pidió permiso. Entró en la historia con los pies descalzos y la voz llena de verdad.
Sus canciones eran hermosas, pero detrás de cada ritmo había un mensaje claro: “África está viva. África recuerda. África no se rinde.” Y eso incomodaba. Cuando habló del apartheid ante las Naciones Unidas, su país la castigó quitándole el derecho a volver. La convirtieron en exiliada por decir la verdad. Vagó por el mundo sin tierra firme, con el corazón dividido entre el arte y la pena.
A pesar del dolor, nunca se calló. Subía a cada escenario con la dignidad de quien ha perdido mucho, pero no la esperanza. Cantaba con la memoria de su pueblo a cuestas, con el rostro de su hija fallecida en el pecho, con el peso de años lejos de casa. Su música era consuelo, pero también denuncia. Un latido constante que exigía justicia, igualdad, respeto.
El 9 de noviembre de 2008, tras cantar en un concierto contra el racismo en Italia, su corazón se detuvo. Murió de un infarto minutos después de ofrecer lo que sería su último acto de resistencia: una canción. No se apagó en una cama, se fue de pie, como vivió. Y así nos recuerda que hasta los corazones más valientes también se agotan.
El corazón no pide mucho. Solo que lo escuchemos. Late en silencio, sin exigir atención… hasta que se agota. Y cuando lo hace, muchas veces ya es tarde. Por eso, cuidar el corazón no es una opción: es una forma de honrar la vida y también una forma de resistir, como lo hizo Miriam, pero con conciencia.
Este órgano incansable trabaja día y noche para sostenernos. Pero el estrés constante, el sedentarismo, la mala alimentación, el tabaco y el exceso de alcohol van cerrando poco a poco sus caminos, desgastando su fuerza, debilitando sus latidos. Y un día, como con Makeba, puede colapsar, sin previo aviso.
Cuidarlo empieza con lo más simple: aprender a alimentarnos mejor, dejar de castigar el cuerpo con frituras, exceso de sal, comida chatarra, azúcar sin control. Nuestro corazón necesita una sangre limpia que fluya con libertad. También necesita movimiento. No hace falta correr maratones: caminar treinta minutos al día, cinco veces a la semana, ya es una forma de agradecerle por tanto trabajo.
Los síntomas de alerta existen, pero no siempre los escuchamos: presión en el pecho, dolor que baja al brazo izquierdo, falta de aire, sudor frío, mareos, palpitaciones extrañas, fatiga injustificada. En mujeres, muchas veces el dolor no es frontal, sino en la espalda, el cuello o con un agotamiento general. Aprender a reconocerlos también es una forma de cuidar.
Miriam Makeba vivió con un corazón enorme, pero incluso ese corazón, incansable en su canto y su lucha, tuvo un límite. Su historia nos inspira, y su muerte nos enseña: cantar, luchar, vivir… todo eso tiene sentido si también aprendemos a proteger lo que nos mantiene vivos. Nuestro corazón.