La única revolución que puede sacar al país del fango en el que ha estado estancado durante dos siglos es la revolución del individuo: la de liberar al ciudadano del yugo de un estado fallido, mafioso y depredador, que ha vivido por y para sí mismo, ahogando cualquier intento genuino de progreso.
Seamos honestos: el MAS no inventó la corrupción, no instauró el centralismo ni diseñó el modelo estatista rentista que condenó a Bolivia a vivir del subsuelo y no de su gente. Lo que hizo el MAS fue llevar todos esos males a su máxima expresión: hipertrofió el estado, convirtió la justicia en sicariato político, transformó la administración pública en una red de extorsión y a las fuerzas del orden en herramientas del poder de turno. Hiperestatismo, hipercorrupción, hipercontrol. Pero no fueron los pioneros. Fueron los perfeccionistas del fracaso.
Bolivia nació con un modelo de estado centralista, obeso, extractivista, enemigo del individuo, pues no le permite trabajar, no deja crear, pone trabas a quien quiere producir formalmente, y que al mismo tiempo ampara, desde las sombras, a mafias, clanes, privilegios y cúpulas políticas. No hay incentivos para el talento ni para el mérito. Al contrario: se premia la sumisión, la militancia y la prebenda.
Cumplimos 200 años sin haber resuelto ni un solo problema de fondo: ni la pobreza, ni la desigualdad real, ni la informalidad, ni la dependencia estructural del gas, del litio o de cualquier otra “esperanza mineral”. Tuvimos bonanzas históricas con la plata, con el estaño, con el gas. ¿Y qué quedó? Más burocracia, más corrupción, más clientelismo. El estado se tragó todo. Y no devolvió nada.
¿Qué necesitamos? No un cambio de piloto, sino un cambio de vehículo. El modelo actual —estatista, rentista, obstructor— está fundido. No sirve. No importa qué candidato lo maneje, no va a llegar a ningún lado. Se necesita un nuevo Estado, no más grande, sino más pequeño. No más controlador, sino más facilitador. Un Estado que se aparte del camino, que deje trabajar, que confíe en el boliviano que emprende, produce y crea.
La revolución que necesitamos es la del individuo. Del joven que quiere montar su emprendimiento sin tener que pagar sobornos o enfrentar regulaciones imposibles. Del campesino que quiere exportar sus productos sin que el sindicato le cobre cupo. Del microempresario que quiere crecer sin ser devorado por impuestos, multas y requisitos kafkianos. Del ciudadano que ya no quiere vivir de bonos ni esperar promesas, sino generar su propio futuro.
Esa es la revolución que nos toca encarar. Y nadie la va a liderar desde el poder. No hay partido, ni candidato, ni gobierno que nos vaya a salvar. Solo nosotros, los ciudadanos, podemos empujarla. Pero para que ocurra, el estado tiene que transformarse radicalmente. Tiene que dejar de ser un obstáculo y convertirse en una plataforma. Debe soltar el poder, descentralizar recursos, abrir el mercado, permitir la libre competencia, eliminar monopolios políticos y sindicales, dejar de proteger mafias disfrazadas de movimientos sociales.
El siglo XXI debe ser el siglo del boliviano libre. No del Estado paternalista, no del caudillo salvador, no del sindicato chantajista. Si no tomamos ese camino ahora, en este umbral del tercer centenario, seremos testigos de otros cien años de frustración. Bolivia no puede darse ese lujo.