
Isabel Flores de Oliva, conocida como Santa Rosa de Lima, nació en Lima, Perú, el 20 de abril de 1586. Desde niña mostró un carácter firme, una profunda sensibilidad espiritual y una determinación inquebrantable. El apodo “Rosa” surgió cuando, según la tradición, su rostro se tornó bellamente sonrosado y su madre dijo que parecía una flor. Ella, sin embargo, pidió que ese nombre fuera símbolo de humildad, no de vanidad.
Con una personalidad fuerte y disciplinada, abrazó desde temprana edad un estilo de vida marcado por la oración, la austeridad y la renuncia a las comodidades. Su compasión por los pobres y enfermos se combinaba con una férrea decisión de apartarse de cualquier lujo.
Su concepto de santidad fue radical incluso para su época. Practicaba ayunos prolongados, dormía sobre maderas ásperas y portaba bajo su velo una corona de metal con espinas. Estas penitencias extremas no eran un rechazo a la vida, sino una búsqueda de purificación interior y de unión con el sufrimiento de Cristo.
Aunque no ingresó a un convento, profesó como terciaria dominica y vivió en su hogar con un estilo conventual. Tejía y bordaba para ayudar económicamente a su familia y dedicaba largas horas al cuidado de enfermos y desamparados, convirtiendo su casa en un refugio de caridad.
Su salud, frágil desde joven, se deterioró aún más por las penitencias y por las enfermedades de la época. Contrajo tuberculosis, que lentamente consumió sus fuerzas. Falleció el 24 de agosto de 1617, a los 31 años. Fue canonizada en 1671 por el papa Clemente X y es patrona del Perú, del Nuevo Mundo y de las Filipinas.
La tuberculosis: ayer y hoy
La tuberculosis (TB) es una de las enfermedades infecciosas más antiguas de la humanidad. Lesiones compatibles con esta dolencia se han encontrado en restos de más de 5.000 años en Egipto. En el siglo XIX, debido a su alta mortalidad, se la llamó “la gran plaga blanca”.
El gran avance en su comprensión llegó en 1882, cuando Robert Koch identificó al Mycobacterium tuberculosis como agente causante, demostrando que era una enfermedad transmisible. Décadas después, en 1921, se aplicó por primera vez la vacuna BCG, aún vigente para prevenir formas graves en niños.
El verdadero cambio llegó con los antibióticos: la estreptomicina en 1943, seguida por la isoniacida y la rifampicina, permitió la cura en la mayoría de los casos. Hoy el diagnóstico se confirma con baciloscopía, cultivos, pruebas moleculares y radiografías, y el tratamiento estándar dura al menos seis meses con varios fármacos combinados.
A pesar de los avances, la tuberculosis sigue siendo un problema de salud pública, especialmente en países con menos recursos. Su prevención y control dependen del diagnóstico temprano, el tratamiento supervisado y la educación sanitaria.
Prevención y apoyo al paciente
La tuberculosis se transmite por vía aérea, a través de gotas que expulsa una persona enferma al toser, estornudar o hablar. Prevenirla implica ventilar los ambientes, evitar aglomeraciones en lugares cerrados, usar mascarilla cerca de un paciente en tratamiento y fortalecer el sistema inmunológico con buena alimentación, descanso y ejercicio.
La vacuna BCG, aplicada en recién nacidos, sigue siendo clave para prevenir las formas graves. Sin embargo, la detección temprana y el seguimiento médico son igual de importantes para evitar contagios y complicaciones.
Cuando la enfermedad llega a un hogar, el apoyo familiar es crucial. Acompañar con afecto, alentar el cumplimiento estricto del tratamiento y garantizar una buena nutrición hacen una gran diferencia. El equilibrio entre prevención y cercanía evita el aislamiento emocional del paciente.
La tuberculosis no define a quien la padece. Combatir el estigma y la discriminación es esencial para que más personas busquen atención médica sin temor. Tratar con respeto y dignidad a los enfermos no solo es un acto humano, sino también una medida efectiva de salud pública.
Santa Rosa de Lima, que vivió en un tiempo sin cura para esta enfermedad, encarna el valor de la fortaleza espiritual ante la adversidad. Hoy, con la medicina moderna, la fe y la ciencia pueden caminar juntas para vencer a la tuberculosis y proteger la vida.