El 17 de agosto Bolivia habló con una claridad inusual. Más de cuatro millones de ciudadanos —casi el 80% de los votantes— optaron por candidatos que, aunque distintos entre sí, coincidieron en algo esencial: su rechazo frontal al MAS, a Evo Morales, a Luis Arce y al modelo político y económico que durante dos décadas marcó la vida nacional. El mensaje de las urnas fue inequívoco: el país quiere dar vuelta la página del masismo.
Esos cuatro millones respaldaron propuestas que, más allá de matices, prometían devolver la institucionalidad al Estado, acabar con la corrupción, frenar la manipulación de la justicia, ordenar la economía, detener la persecución política y dejar de criminalizar el trabajo y la producción. Fue, en los hechos, un plebiscito contra el caudillismo, contra el culto a la personalidad y contra el “proceso de cambio” que terminó siendo un largo proceso de degradación democrática.
Evo Morales ni siquiera logró capitalizar el voto nulo con el que buscó deslegitimar las elecciones. La gente le dio la espalda, no solo a él, sino a todo vestigio del masismo y de las expresiones políticas que alguna vez fueron funcionales a ese proyecto. El resultado no deja dudas: Bolivia quiere un cambio radical. No quiere mesías ni iluminados, no quiere que se sigan administrando resentimientos para dividir al país. Quiere libertad para producir, exportar y trabajar sin ser hostigada por un Estado que ve al empresario como sospechoso y al éxito como delito.
En este contexto, preocupa escuchar a voces emergentes como el capitán Edman Lara replicar el mismo libreto que utilizó el MAS durante veinte años: encender la rabia, agitar resentimientos regionales, fabricar enemigos. Su discurso plagado de advertencias y amenazas, forma parte de una estrategia: apropiarse del viejo truco de Morales y Arce, presentándose como un justiciero que polariza para ganar espacio político.
El riesgo es evidente: repetir la peor herencia del MAS, es decir, gobernar desde la confrontación y la rabia. Y Bolivia ya no soporta más divisiones. Cuatro millones de votos lo gritaron con fuerza: basta de caudillos. El caudillismo ha sido, quizá, la enfermedad política más costosa para el país.
Bolivia no necesita más héroes de bronce ni justicieros iluminados. Necesita dirigentes discretos pero eficaces, que entiendan que el Estado no debe dirigir cada paso de la vida nacional, sino garantizar reglas claras, justicia imparcial y un ambiente propicio para el trabajo y la innovación.
Cuatro millones de votos no pueden ser ignorados. Son el mandato de un pueblo que exige pasar del ruido a los resultados, de la propaganda al trabajo, del caudillismo a la institucionalidad. Ese es el verdadero cambio que Bolivia espera.