La economía boliviana se encuentra hoy en estado crítico. Si fuese un paciente, estaría en terapia intensiva, con respiración asistida y con un pronóstico reservado. El populismo, disfrazado de socialismo o de carisma político, ha sido la enfermedad que debilitó el aparato productivo. Y como en toda patología mal tratada, el riesgo más grave no está en el diagnóstico, sino en la recaída: ¿qué pasaría si Bolivia vuelve a entregarse a un nuevo populista que repita, e incluso duplique, la dosis?
La primera consecuencia sería la profundización del colapso fiscal. Durante los años de bonanza, el populismo se sostuvo gracias a las rentas extraordinarias del gas. Con esos recursos se financiaron bonos, subsidios, programas asistencialistas y un aparato estatal sobredimensionado. Pero esa fuente se agotó. Hoy las reservas de gas están en declive, las exportaciones caen, y el Estado ya no tiene la caja para sostener el derroche. Insistir en más gasto público sin ingresos que lo respalden solo acelerará el déficit y empujará a Bolivia hacia una crisis hiperinflacionaria.
En segundo lugar, la dependencia del asistencialismo destruiría lo poco que queda de la cultura productiva. La mentalidad del “bono” y del “regalo” malcría a las masas, crea ciudadanos dependientes y castiga al emprendedor. Si un nuevo gobierno opta por multiplicar estos programas, en lugar de fomentar el trabajo y la inversión, consolidará un país que consume sin producir, que pide sin aportar. Ese camino solo lleva a la pobreza estructural y a la frustración social.
El tercer punto es el impacto en la confianza. Bolivia ya sufre fuga de capitales y de cerebros: empresarios que emigran, jóvenes talentosos que buscan oportunidades fuera. Un populismo renovado, basado en la criminalización del productor, en la hostilidad hacia la inversión privada y en la manipulación del sistema de justicia, ahuyentará lo poco que aún queda de capital nacional y extranjero.
Cuarto: la crisis energética. El populismo debilitó YPFB, desincentivó la exploración y convirtió a Bolivia en un país que importa lo que antes exportaba. Sin gas ni combustibles, el país vive al borde de un apagón económico. Si un nuevo gobierno populista decide seguir administrando la escasez con controles de precios, subsidios insostenibles y discursos nacionalistas vacíos, la crisis se volverá incurable.
Quinto: la fragmentación social. El populismo necesita de un enemigo para sostenerse: el “imperio”, la “derecha”, los “ricos”, los “oligarcas”. Esa narrativa del odio, que divide a los bolivianos en bandos irreconciliables, será letal en un contexto de crisis económica. La polarización, en lugar de abrir caminos de unidad, se traducirá en violencia, bloqueos, enfrentamientos y más incertidumbre. Ninguna economía sobrevive en medio de una guerra interna.
Bolivia necesita lo contrario: reconciliación, confianza, estabilidad y reglas claras. El ajuste no es un capricho ideológico, sino una necesidad vital. Continuar por la ruta del populismo sería insistir en una medicina que ya demostró ser veneno.
Bolivia no puede darse ese lujo. El país ya no tiene tiempo ni recursos para nuevos experimentos ideológicos. Necesita liderazgo, austeridad, unidad y visión de futuro. Lo demás sería condenarse, una vez más, a la ruina.