Bolivia ha sido gobernada los últimos veinte años por un monstruo de tres cabezas: el socialismo, el estatismo y el populismo. En realidad, cuatro, si sumamos el centralismo. El MAS logró articular esos ogros que históricamente han destruido a los países: gasto sin control, empresas públicas deficitarias, corrupción, persecución política y promesas vacías que terminaron en inflación, escasez y mercados paralelos. Su derrota electoral es un alivio, pero no significa la liberación definitiva. El estatismo ha sido un lastre permanente en nuestra historia: desde gobiernos militares hasta democracias frágiles, el Estado hipertrofiado nunca dejó de ser visto como botín político. El populismo también ha sido recurrente. Hoy se ofrecen variantes más serias que el MAS, pero no se cuestiona la raíz: el tamaño del Estado. Sin precios libres, sin propiedad privada real y sin descentralización auténtica, Bolivia seguirá atrapada en su círculo de fracasos. La derrota del MAS debe celebrarse, pero la verdadera batalla es contra el monstruo que sigue vivo.