Editorial

Nunca más

Han sido veinte años de abusos. Veinte años en los que el Movimiento al Socialismo convirtió a Bolivia en su feudo personal, donde la justicia dejó de ser árbitro...

Editorial | | 2025-09-02 06:45:09

Han sido veinte años de abusos. Veinte años en los que el Movimiento al Socialismo convirtió a Bolivia en su feudo personal, donde la justicia dejó de ser árbitro para transformarse en verdugo, y donde la persecución política se volvió un arma sistemática. Fernando Camacho, Marco Pumari y Jeanine Áñez son apenas los nombres más visibles de una larga lista de ciudadanos tomados como rehenes por un poder que confundió victoria electoral con derecho absoluto.

El caso del gobernador cruceño es paradigmático. Dos años y ocho meses de secuestro. Fue arrancado de su hogar en Navidad de 2022 y trasladado a una cárcel diseñada para criminales peligrosos. Fue condenado sin sentencia porque su sola existencia simbolizaba el fracaso del relato oficialista. No se le perdonó haber sido la punta de lanza del movimiento ciudadano de 2019 que obligó al cocalero a renunciar y huir del país.

La prisión de Camacho, la de Áñez y la de Pumari respondieron a la lógica de un régimen que necesitaba demostrar fuerza. Luis Arce y su entorno sabían que su propio poder se sostenía con alfileres, minado por pugnas internas, corrupción y una economía en picada. Para sobrevivir, optaron por el camino más fácil: el del enemigo interno, mantener rehenes para alimentar su retórica de revolución sitiada.

La liberación de Camacho y su retorno a la Gobernación son señales de que Bolivia está dispuesta a cerrar un ciclo de abusos, pero sería ingenuo creer que la amenaza ha desaparecido. El populismo tiene una enorme capacidad de reinventarse; puede resurgir con nuevos rostros y discursos, como ya empieza a suceder.

“Nunca más” no debe ser una consigna vacía. Significa aprender de los errores de la transición de 2019, cuando un gobierno interino que debía consolidar la democracia se extravió entre disputas internas, improvisación y corrupción. Significa entender que la vigilancia ciudadana no puede cesar ni un solo día, porque la democracia no se pierde de golpe, sino a pedazos: una justicia controlada, una prensa acosada, una oposición dividida. Significa, sobre todo, construir instituciones que no dependan de caudillos ni de pactos de coyuntura, sino de la ley y el respeto a la diversidad.

Santa Cruz jugó un papel clave en este proceso. Fue desde aquí que surgió la resistencia más fuerte al autoritarismo del MAS, y fue un dirigente cruceño quien simbolizó la esperanza de cambio. Esa contribución merece reconocimiento nacional, pero también un compromiso mayor: que los líderes cruceños sepan ampliar su horizonte y tender puentes con el resto del país. Solo así la defensa de la democracia será verdaderamente boliviana y no regional.

Lo ocurrido entre 2005 y 2025 nos deja una lección amarga: la democracia cuesta sangre, sacrificio y dolor. La perdimos cuando Evo Morales decidió que un referéndum no le era vinculante; la vimos agonizar cuando se apropió del poder judicial; la vimos ultrajada cuando opositores fueron perseguidos y encarcelados. Hoy tenemos la oportunidad de recuperarla, pero solo será real si aprendemos a protegerla.

Nunca más debe ser el compromiso colectivo de no permitir que un partido, cualquiera que sea, convierta al Estado en botín. Nunca más aceptar que la justicia sea instrumento de revancha. Nunca más permitir que la polarización destruya la convivencia entre bolivianos. Nunca más callar ante la corrupción o la persecución.