La justicia ha sido por 20 años un arma de persecución contra opositores y críticos del MAS. La independencia judicial quedó reducida a una consigna vacía. Jueces confesando presiones, audiencias donde la manipulación era evidente y hasta amenazas públicas de Evo Morales contra magistrados marcaron una época oscura.
Con Romer Saucedo al frente del Tribunal Supremo de Justicia, parece abrirse una nueva etapa. En pocos meses ha mostrado una firmeza poco común en la historia reciente. No solo ha cuestionado a los exministros de Justicia que imponían listas de jueces y fiscales “a su conveniencia”, sino que también ha tomado decisiones que han generado gran expectativa en el país, como la revisión de las detenciones preventivas de Jeanine Áñez, Luis Fernando Camacho y Marco Pumari. Más allá de simpatías políticas, se trata de un paso decisivo: devolver el debido proceso y reconocer que la justicia no puede ser instrumento de ningún partido.
Saucedo ha demostrado que se puede conducir la justicia con decisión y coraje. Sus declaraciones son claras: “Nunca más ningún perseguido”, “no habrá un Órgano Judicial que sea instrumento de persecución”. Estas frases, respaldadas por acciones concretas, han devuelto esperanza a sectores que por años se sintieron víctimas de un sistema judicial manipulado. El respaldo de la población, expresado incluso en actos públicos donde se le aplaude y se lo reconoce, es señal de que el liderazgo en la justicia puede y debe estar vinculado al sentir ciudadano.
Sin embargo, no basta con la voluntad de un hombre. La justicia boliviana arrastra males estructurales que no se resolverán con discursos ni con gestos puntuales. La retardación de justicia, que convierte cualquier proceso en un calvario interminable; la corrupción, que se filtra desde los estrados más pequeños hasta las más altas magistraturas; la falta de acceso para los sectores más humildes; y el sometimiento histórico al poder político son problemas que exigen una reforma profunda. Si Bolivia quiere una justicia nueva, no puede conformarse con corregir casos emblemáticos: se necesita una transformación radical de fondo.
El desafío está en desmontar redes de consorcios entre jueces, fiscales y abogados que lucran con la desesperación de la gente. Hay que reformar los mecanismos de elección judicial, que han sido un fracaso al reducir la designación de magistrados a un show electoral manipulado. Y sobre todo, debe garantizarse que la justicia sirva al ciudadano común, no al poderoso de turno ni al delincuente que compra fallos con dinero.
Una justicia independiente y eficiente no solo es indispensable para la democracia: también lo es para la economía. Sin seguridad jurídica, nadie invierte, nadie arriesga, nadie produce en paz. Mientras los jueces sigan al servicio de criminales y políticos, Bolivia no podrá generar confianza ni dentro ni fuera del país. Es hora de entender que la justicia no es un apéndice ornamental del Estado, sino el pilar que sostiene el orden social y la estabilidad económica.
Romer Saucedo ha iniciado con fuerza y con decisión. Tiene la oportunidad de convertirse en el artífice de un cambio histórico. Pero su liderazgo deberá traducirse en reformas estructurales que ataquen los males de raíz.