Qué buena la ocasión para hablar de racismo, así podemos diferenciar entre lo que es discriminación social y lo que es racismo institucional. El racismo no se puede medir por insultos, bromas o comentarios entre vecinos. Si bien la convivencia diaria puede ser complicada cuando existe intolerancia, el verdadero problema surge de la incapacidad del Estado de garantizar igualdad de derechos y oportunidades que permitan la movilidad social de cada ciudadano, sin importar su origen o color de piel. Y en ese punto, la historia de nuestro país es clara: el verdadero racismo no es de la gente, es del Estado.
Durante más de 200 años, la estructura republicana boliviana ha gobernado de espaldas a los indígenas, campesinos y sectores humildes. Estos grupos siguen siendo los más pobres, con acceso limitado a educación, salud, empleo y servicios básicos. La desigualdad no es accidental ni producto de la iniciativa individual; es el resultado de un patrón histórico de exclusión institucional que se mantiene hasta hoy.
Entre 2005 y 2025, el gobierno que prometió luchar contra el racismo lo hizo, paradójicamente, promoviendo la división y el odio. Bajo la retórica de la inclusión, se incentivaron enfrentamientos que no existían, se crearon barreras entre bolivianos que, en la vida cotidiana, conviven en paz, comercian, forman familias y progresan sin discriminación. Por desgracia, esa misma estrategia se repite con el candidato del PDC, Edman Lara, lanzando insistentemente consignas odiadoras.
El racismo real surge cuando las políticas públicas y las leyes fallan en atender a quienes siempre han sido marginados, y en Bolivia esa falla estructural es evidente: los indígenas y campesinos siguen siendo los que más sufren mientras el poder político administra privilegios y manipula conflictos sociales.
Santa Cruz demuestra lo contrario: aquí no hay racismo estructural. La convivencia entre bolivianos de distintos orígenes y etnias es cotidiana, productiva y respetuosa. La gente progresa, se integra, trabaja y crea oportunidades sin obstáculos impuestos por su color de piel o procedencia. La economía es más inclusiva; la sociedad, más flexible y solidaria. Los problemas que se viven en Bolivia no nacen de la gente común, sino de quienes, desde el Estado, incentivan divisiones para objetivos políticos.
El verdadero racismo boliviano no es social, sino institucional. Se refleja en un patrón persistente de pobreza, exclusión y falta de acceso a servicios que afecta mayoritariamente a indígenas, campesinos y personas de extracción humilde. Las políticas públicas históricas han sido insuficientes o contraproducentes, y los discursos de igualdad rara vez se traducen en cambios concretos. Lo que aparenta ser lucha contra el racismo termina siendo su promoción: al señalar diferencias, el Estado fomenta resentimiento, polarización y desconfianza entre comunidades que, de otra manera, vivirían en armonía.
Bolivia no necesita etiquetas sobre actitudes individuales; necesita un Estado que cumpla con todos, especialmente con los históricamente ignorados. El racismo no es un problema de la sociedad, sino del gobierno que falla en garantizar igualdad de oportunidades.