La nueva izquierda se disfraza de víctima, pero ruge como depredadora. Siempre grita “¡mírenme, escúchenme, respétenme!”, convencida de que su dolor la autoriza a imponer su moral y castigar a quien no la adore. Esa obsesión con el “me, me, me” (me discriminan, me atacan, me ignoran…) ha convertido al individualismo en un culto narcisista donde todo desacuerdo se interpreta como agresión. Quien no repite sus dogmas sobre raza, género o identidad, es tachado de enemigo y “merece” ser cancelado o eliminado. En nombre de la justicia social, esta izquierda-oveja reclama ternura, pero actúa con los colmillos del odio. Se ampara en el victimismo para justificar la violencia y el control moral, confundiendo defensa con ataque. Ha hecho de la indignación un modo de poder, y del resentimiento, una bandera. Olvidó que la libertad solo existe cuando respeta la del otro. Detrás de su discurso compasivo se oculta una intolerancia feroz que devora la razón y la libertad. Es la oveja que llora mientras muerde: la que predica amor, pero practica destrucción.