Tribuna

Defendamos una “ética mínima”, aunque sea una nimiedad social

Defendamos una “ética mínima”, aunque sea una nimiedad social
Javier Medrano | Periodista columnista
| 2025-10-08 07:36:27

El filósofo francés Éric Sadin (París, 1972) se pregunta, con mucho tino4 ¿por qué triunfan aquellas burdas teorías de la conspiración mientras las sociedades occidentales se fragmentan en trozos cada vez más pequeños? En su libro "El individuo tirano" (Caja Negra), nos empuja hacia una nueva aproximación a las megapoderosas empresas tecnológicas que, literalmente, están en una especie de "silicolonización" del mundo.

La respuesta a esta durísima afrenta al mundo tal cual lo conocemos hoy, según Sadin, debe ser multidimensional, ya que no parte tan solo de la precariedad o la polarización política, sino que nace, en gran medida, de un "ethos" individualista que gobierna el mundo desde hace varias décadas a través de algoritmos.

En menos de dos décadas, para el filósofo, como sociedad hemos experimentado una marcada transformación absoluta de nuestra percepción de las tecnologías digitales y de nuestra propia psique (pensamiento). Esta última estaría peligrosamente alterada, haciéndonos pensar que tomamos decisiones libres o, peor aún, creer que somos libres pensadores.

Vivimos un momento de extrema saturación en el orden político y económico que reaviva la convicción de que ya no podemos permanecer de brazos cruzados frente a estos cambios tecnológicos tan drásticos que alterarán por completo las vidas de la llamada generación Alpha. Hoy tenemos un estado de vida dividido entre dos escenarios opuestos: por un lado, está la constatación de no pertenecer más a la sociedad, debido a que el individuo debe enfrentar situaciones cada vez más precarias en un entorno altamente tecnificado y que se muestra incomprensible.

Ya no nos conmueven el sufrimiento y las muertes, porque estamos absortos en otras cosas digitales: los representantes políticos están en la lucha por los votos, por sus espacios de poder y por el cultivo del conflicto, y aquella actitud negativa hacia el respeto de la dignidad humana es francamente insultante.

En la otra vereda están quienes hacen un uso irrefrenable de las tecnologías que —supuestamente— facilitarían la existencia de su trabajo, sus estudios e, incluso, su vida amorosa. Algo absolutamente desquiciado. ¿Alguien puede enamorarse de su ChatGPT o de la IA? Sí, muchísimas personas. Una absoluta imbecilidad.

Hay una tensión explosiva brutal. Cuesta imaginar y comprender el comportamiento de estos jóvenes autárquicos replegados absolutamente sobre sus pantallas, para intentar reconciliarlos en el camino de ser verdaderos individuos no ensimismados, no absortos y no adormecidos con su entorno. Y acá está el riesgo, ya que, según los expertos, se está construyendo una sociedad plagada de tiranos individualistas in extremis.

Una condición civilizatoria sin antecedentes que contempla la abolición progresiva de una base común de encuentro social para dar paso a un enjambre de seres tan engañados que no consiguen darle crédito a su propia percepción de las cosas. Solo "existiría" aquello que está encuadrado en una pantalla.

Deberíamos defender el derecho de experimentar una existencia más virtuosa y solidaria, de retomar aquella alegría de implicarse en los asuntos comunes y simples, y de volver a sentirse plenamente involucrado en el desarrollo de nuestros destinos individuales y colectivos, bajo una mirada interpersonal. Cara a cara. Humanamente. De lo contrario, es probable que esa "furia" que nos divide de todos contra todos se convierta en el rasgo dominante de nuestra época.

Deberíamos indagar en una especie de "ética mínima" cuyos cimientos sean el respeto de la dignidad humana. La clave es respetar, precisamente, aquella dignidad mínima de todos nosotros. Nos hemos convertido en una sociedad indigna. Hay un trastocamiento de todos los valores, principios básicos de convivencia y un extravío peligroso de la tolerancia y el diálogo.

Aquella "dignidad mínima" podría ser el núcleo de la ética que tendría que ir construyendo una ciudadanía cosmopolita como es la boliviana. Somos muchos, distintos y variados. Somos únicos e irrepetibles. Por eso es que somos cosmopolitas. La dignidad no solo es una palabra clave, sino una experiencia que es necesario proteger, respaldar y fomentar; porque si no —en estas épocas de aguda polarización artificial y de posverdad—, podemos extraviarnos mucho más en este laberinto.

No podemos —no deberíamos, en realidad— invocar la felicidad o el bienestar —ilegal, peor aún— de un grupo social para estorbar o destruir la dignidad de otros individuos, sobre todo de los más débiles.

En estos momentos, el futuro, la certidumbre y la tranquilidad se han escondido tras una espesísima niebla. La clase política actual tiene una deuda gigantesca. Por lo tanto, tal y como planteó el propio Kant: no se trata de ser felices per se, sino de ser dignos de ser felices. La dignidad es el bien verdaderamente universal que estamos llamados a defender a capa y espada.

Estamos exhaustos de la confrontación, de la diatriba, de la grosería. Hay un hastío y si no lo quieren ver desde las esferas del poder, la descomposición social se ahondará mucho más y se abrirán las puertas para que aquellos políticos depredadores se adueñen de la poca dignidad que nos queda en el país.

Javier Medrano | Periodista columnista