El reciente Premio Nobel de Economía otorgado a Joel Mokyr, Philippe Aghion y Peter Howitt no solo distingue una teoría brillante sobre el crecimiento económico. Es, ante todo, la validación científica de un principio moral y civilizatorio: la libertad es la única explicación posible de la prosperidad. Ni los Estados, ni las ideologías, ni los sistemas políticos han demostrado jamás capacidad alguna de generar desarrollo sostenido, como lo ha hecho la libertad.
El hallazgo de estos tres economistas rescata y valida la intuición que ya había tenido el austriaco Joseph Schumpeter hace casi un siglo: el progreso es un acto de destrucción creativa. Solo cuando las personas son libres de inventar, competir y arriesgarse, surge la innovación que transforma las economías y eleva el bienestar. Mokyr, Aghion y Howitt han logrado formalizar, con historia y matemáticas, lo que la experiencia humana enseña desde la Ilustración: el crecimiento nace del libre ejercicio del ingenio individual.
La Revolución Industrial no fue producto de un decreto estatal ni de una planificación central. En la Inglaterra del siglo XVIII, los artesanos, científicos y empresarios no necesitaban permiso del gobierno para crear. Se asociaban libremente, compartían conocimientos, fundaban academias y mercados. Esa efervescencia de libertad fue la semilla de la modernidad.
La competencia —no la protección— es el verdadero motor del desarrollo. Cuando una empresa innova, obtiene una ventaja temporal. Pero ese mismo éxito motiva a otros a superarla, creando un ciclo virtuoso de investigación, inversión y progreso. Si el Estado interviene para proteger a los ineficientes o para regular en exceso, ese motor se apaga. La libertad no es un lujo ni una ideología: es una ley del desarrollo económico.
Cada vez que un gobierno decide “planificar el crecimiento” o “dirigir la innovación”, en realidad la está sofocando. Las naciones que han prosperado no lo hicieron por obedecer a un plan, sino por dejar espacio a quienes se atreven a desafiar lo establecido. La política puede y debe jugar un papel, pero limitado: gestionar los conflictos que inevitablemente surgen de la innovación —porque toda destrucción creativa tiene perdedores— sin impedir el cambio. Su misión no es proteger el statu quo, sino defender los mecanismos que lo superan.
La prosperidad no es el fruto de un diseño estatal, sino de un orden espontáneo alimentado por la libertad. La verdadera política de desarrollo consiste en proteger la competencia, garantizar la propiedad intelectual, asegurar la libre entrada y salida de los mercados y evitar la concentración de poder. Cualquier intento de “reemplazar” la libertad con planificación o control es un retroceso.
El mensaje es tan antiguo como urgente: la libertad no es una consigna romántica, es una tecnología social. Es el sistema operativo del progreso humano. Allí donde se permite pensar, crear, comerciar y disentir, florece la innovación. Allí donde se censura, se regula o se castiga la iniciativa, sobreviene el estancamiento.
Los ganadores del Nobel de Economía han convertido en ciencia lo que la experiencia ya intuía: que la prosperidad no se decreta, se conquista con libertad. Este premio no celebra una fórmula económica, sino un principio civilizatorio. La libertad no es un medio para alcanzar el desarrollo: es el desarrollo mismo.