
Dos días después de la operación policial más sangrienta en la historia reciente de Río de Janeiro, Brasil continúa en estado de shock. Las cifras son escalofriantes: más de 130 personas muertas, incluidos cuatro agentes, tras el operativo contra el Comando Vermelho en las favelas de Penha y Alemão. En las calles, la indignación se mezcla con el miedo. “Esto fue una masacre”, repiten los vecinos.
Las imágenes de cadáveres alineados sobre el asfalto recorrieron el mundo, mientras los gritos de “¡asesinos!” resonaban frente a la sede del Gobierno de Río. Para muchos, lo ocurrido no fue una batalla contra el narcotráfico, sino una ejecución masiva. “Pueden llevarlos a la cárcel, ¿por qué matarlos así?”, cuestionó una residente. La escena dejó a Brasil enfrentado una vez más a su vieja herida: la violencia estructural en las favelas.
Organizaciones como Human Rights Watch, Amnistía Internacional y el Observatorio de Favelas coincidieron en señalar que la política de seguridad del Estado carioca “fracasa al repetirse en sangre”. La ONU pidió explicaciones formales, recordando a Brasil su obligación de cumplir con los estándares internacionales en el uso de la fuerza. Pero en medio del clamor, el silencio inicial del presidente Luiz Inácio Lula da Silva resultó ensordecedor.
Cuando finalmente habló, su mensaje fue prudente, casi quirúrgico. Lula condenó el poder destructivo del crimen organizado, pero evitó calificar la acción policial. Llamó a una “acción coordinada” que no ponga en riesgo a inocentes, sin mencionar a los responsables de la matanza. En ese equilibrio tenso, algunos vieron empatía; otros, cálculo.
El ministro de Justicia, Ricardo Lewandowski, intentó amortiguar el impacto. Viajó a Río, ofreció cooperación al gobernador Cláudio Castro y admitió que el presidente estaba “horrorizado” por la magnitud de la tragedia. Pero su discurso osciló entre la crítica y la justificación. En un primer momento cuestionó la legalidad del operativo; luego, habló de “colaboración institucional”. Esa dualidad fue interpretada como reflejo del desconcierto dentro del propio gobierno.
El gobernador Castro, en cambio, no tuvo dudas. Calificó la operación de “éxito” y aseguró que las únicas víctimas eran los policías muertos. Para él, se trató de una victoria contra el crimen. Esa postura, celebrada por sectores conservadores, contrastó con la tibieza del Palacio del Planalto, que buscó mantener la distancia sin romper los puentes.
El miércoles por la noche, en un movimiento inesperado, Lula promulgó una ley que endurece la lucha contra el crimen organizado. La norma agrava las penas por obstruir operativos y amplía la protección a jueces, fiscales y policías. La medida, anunciada justo después de la masacre, confundió aún más a quienes esperaban una señal de moderación. ¿Era un gesto de firmeza o una forma de blindarse ante las críticas?
Para analistas locales, el episodio expuso la tensión entre el Lula estadista y el Lula político. El primero intenta mantener la coherencia con su discurso de derechos humanos; el segundo, teme parecer débil ante la creciente ola de violencia urbana. En un Brasil polarizado, ambos perfiles se necesitan, pero también se contradicen.
La comunicación oficial del Gobierno fue minuciosamente calculada. Según CNN Brasil, la demora en pronunciarse se debió a que Lula pasó más de 20 horas en vuelo hacia Brasilia y quiso revisar personalmente la estrategia de respuesta. Su mensaje final fue redactado en un “entorno controlado, sin improvisaciones”, cuidando cada palabra para no erosionar su imagen en un momento crítico.
Mientras tanto, en las favelas, los funerales se multiplican y el olor a pólvora aún flota en el aire. Las organizaciones sociales hablan de “una masacre del Estado”, y los defensores de derechos humanos exigen justicia. Pero el país parece dividido entre quienes piden orden y quienes claman por verdad.
En el corazón de esa fractura está Lula, atrapado entre el deber de condenar y la necesidad de gobernar. Su ambigüedad puede ser táctica, pero en un Brasil que sangra, el silencio también tiene costo político. Y cada muerto en Río recuerda que la guerra contra el crimen, tal como se libra hoy, se parece demasiado a una guerra contra los pobres.
 
  
 

