Dian Fossey fue una de esas personas moldeadas por la determinación. Desde joven sintió un profundo amor por la naturaleza, pero su destino se definió al llegar a las montañas Virunga, en Ruanda. Allí, al encontrarse por primera vez con los gorilas de montaña, comprendió que había encontrado su propósito: protegerlos a toda costa.
Aquel encuentro transformó su vida y, con el tiempo, también cambió la historia de una especie al borde de la extinción. Fossey dedicó años a convivir con los gorilas, observándolos, aprendiendo su comportamiento, reconociendo sus gestos y descubriendo en ellos una humanidad que el mundo desconocía.
Su trabajo trascendió la ciencia. Con paciencia y empatía, mostró que los gorilas no eran criaturas feroces, sino familias que jugaban, cuidaban de sus crías y sufrían ante la violencia humana. Construyó un puente entre dos mundos: el del hombre y el de la selva.
Pero detrás de esa entrega absoluta se escondía también una exigencia extrema. Fossey vivía para su misión, con una intensidad que rozaba la obsesión. Apenas descansaba, trabajaba sin pausa, se aisló de su entorno y convirtió su lucha en una batalla personal contra la destrucción.
Esa devoción, admirable y peligrosa a la vez, la llevó a enfrentarse a cazadores furtivos, redes de tráfico y autoridades indiferentes. Luchó sola, muchas veces con una fuerza casi inhumana. Sin embargo, su cuerpo y su mente comenzaron a resentir el peso de esa carga.
La adicción al trabajo, una condición silenciosa y común entre personas profundamente comprometidas con su vocación, puede afectar tanto como cualquier otra dependencia. Fossey representaba el ejemplo perfecto: incapaz de desconectarse, absorbida por sus responsabilidades, convencida de que su valor residía en su sacrificio.
En su caso, la entrega total derivó en aislamiento y agotamiento emocional. La línea entre el heroísmo y la autodestrucción se volvió difusa. Como muchos adictos al trabajo, Fossey no podía detenerse. La causa se convirtió en su identidad, y detenerse equivalía a traicionarla.
Su final fue trágico. En 1985 fue asesinada en su cabaña de las montañas Virunga. Su muerte sigue rodeada de misterio, pero su vida dejó una enseñanza que trasciende la biología y alcanza el terreno de la salud mental: incluso las causas más nobles pueden consumirnos si olvidamos cuidarnos.
Hoy se sabe que la adicción al trabajo deteriora tanto el cuerpo como la mente. Quien la padece suele sufrir insomnio, ansiedad, irritabilidad y agotamiento crónico. El cuerpo se convierte en el mensajero del desequilibrio. En el caso de Fossey, su entrega sin descanso terminó por quebrarla antes que la violencia externa.
Acompañar a alguien con esa adicción no significa detener su pasión, sino ayudarlo a poner límites, a encontrar descanso, a recordar que la vida no se mide solo en resultados. La compasión —consigo mismo y con los demás— es también una forma de valentía.
El legado de Dian Fossey sigue vivo: los gorilas de montaña se recuperan lentamente y su nombre se asocia al coraje y la empatía. Pero su historia también invita a reflexionar sobre el costo de la entrega total. Proteger la vida salvaje fue su misión; proteger la propia, su deuda pendiente.