Tanto que se habla hoy de la “patria” y que se ensalza repetitivamente el valor de Bolivia, habría que comenzar revalorizando al boliviano y la única forma de conseguirlo es destruyendo la patria del enemigo permanente, la patria del bono, del subsidio, de la prebenda y la dádiva, y reemplazarla por la patria del incentivo, el motor de la supervivencia, del progreso, la prosperidad y la civilización.
En Bolivia se ve bien que el Estado reparta migajas y nadie percibe lo destructivo que es este paradigma, únicamente destinado a producir obediencia.
Los humanos somos seres programados para responder a incentivos desde que nacemos: lloramos y obtenemos consuelo; sonreímos y recibimos afecto; intentamos, fallamos, mejoramos y comprendemos que el esfuerzo tiene recompensa. Ese mecanismo primario es la base de toda creatividad humana, del progreso técnico, del capitalismo y de cualquier sociedad que ha logrado avanzar.
El socialismo dominante —esa mezcla de estatalismo, clientelismo y paternalismo político— dedica su tiempo a matar ese motor. Lo hace con un objetivo claro: producir individuos y colectividades inertes, temerosas, acostumbradas a pedir en lugar de crear, dependientes del Estado en lugar de confiar en su propio talento. Un pueblo sin incentivos es fácil de controlar: no piensa, no arriesga, no cuestiona.
Por eso necesitamos que desaparezcan —económica, moral y culturalmente— los grupos dedicados a pedir, a vivir del “derecho” ficticio de exigir más presupuesto, más ministerios, más prebendas. Deben desaparecer las mafias profesionales que extorsionan al Estado bloqueando rutas, tomando instituciones o amenazando con “golpear” la economía hasta recibir su parte de la torta fiscal. Bolivia no puede seguir organizada alrededor del chantaje.
La patria del incentivo es un país donde las personas trabajan, producen, innovan y ganan; donde quien crea valor recibe una recompensa justa; donde el éxito individual no es un pecado ni un privilegio, sino un mensaje a los demás: se puede y cualquiera es capaz de lograrlo con esfuerzo.
Ese es el país que premia al agricultor que ofrece la mejor cosecha, al estudiante que se quiebra estudiando, al emprendedor que arriesga, al empresario que exporta, al trabajador que cumple. Y es, sobre todo, el país que entiende que producir riqueza no es quitarle a otro, sino generar valor nuevo que antes no existía. Un país así deja de promover la envidia —esa pasión triste tan útil al populismo— y comienza a promover la imitación de los mejores.
Si Rodrigo Paz ve al Estado como una cloaca —y no se equivoca—, entonces lo mejor que puede hacer es sumarse a la batalla cultural por la libertad. Eso implica desmontar el inmenso aparato destructivo, dejar de gobernar a fuerza de bonos y prebendas, y permitir que la sociedad funcione con su propio motor natural.
La solución de Bolivia no es financiera, sino cultural. Se trata de dejar de penalizar la competitividad, de satanizar el lucro, de castigar al que sobresale. Ningún país que odia al ganador ha logrado prosperar. Ningún país que premia al que bloquea puede desarrollarse. Ningún país que vive esperando del Estado puede ser libre.