El socialismo es un peligro constante porque no es una propuesta económica, sino una secta religiosa: exige fe ciega, promete un paraíso que nunca llega y condena como herejes a quienes muestran sus fracasos. No importa que donde se impuso —URSS, Cuba, Corea del Norte, Venezuela— la pobreza haya sido la norma y la libertad un lujo prohibido. La evidencia no afecta a los creyentes. Ellos viven de la promesa, no del resultado. La lógica socialista convierte cada desastre en virtud: la pobreza es “igualdad”, la escasez es “solidaridad”, las colas son “compromiso colectivo”. Todo se reinterpreta para sostener el credo. Y cuando la realidad golpea —inflación, viviendas inaccesibles, servicios colapsados— se culpa al capitalismo, al “rico”, al mercado… a cualquiera menos a las políticas que generan el problema. Lo religioso aparece también en la estructura: un clero político que predica moralidad, seguidores que repiten consignas como mantras y un enemigo permanente para mantener la cohesión del rebaño. Además, no necesitan producir nada; solo necesitan ganar elecciones prometiendo lo imposible. Por eso el socialismo es tan resistente al fracaso: no depende de la economía, sino de la fe. Y mientras haya quienes prefieran creer antes que ver, el dogma seguirá vivo.