Seguir el camino de Marie Curie no era tarea sencilla. La sombra de una pionera mundial no solo pesaba en prestigio, sino también en radiación. Aun así, Irene Joliot-Curie decidió no escapar de ese destino atómico: lo tomó entre las manos. En lugar de alejarse del laboratorio que marcó a su familia, profundizó en él con una audacia que definió a toda una generación científica.
Con su esposo, Frédéric Joliot, logró una de las proezas más influyentes del siglo XX: la radiactividad inducida. En 1934 demostraron que era posible convertir elementos estables en radiactivos mediante bombardeo de partículas, un descubrimiento que les valió el Premio Nobel de Química y abrió las puertas a usos médicos, industriales y tecnológicos que hoy parecen cotidianos. Gracias a ellos, el mundo comprendió que la materia podía modificarse… y que esa modificación podía salvar vidas.
Pero la paradoja nunca abandonó a los Curie. Lo que la familia descubría en el nivel subatómico también iba marcando sus propios cuerpos. La exposición crónica a la radiación –entonces sin los resguardos actuales– fue moldeando destinos fatales: Marie murió por anemia aplásica; Pierre, pese a fallecer por un accidente, ya padecía daños severos; e Irene terminó desarrollando leucemia tras décadas de contacto directo con materiales radiactivos. La ciencia avanzaba, pero la protección aún no existía.
Reducir su historia a un sacrificio sería, sin embargo, injusto. Irene Joliot-Curie fue más que una heredera: fue docente, investigadora, defensora del acceso democrático al conocimiento y miembro activo de la resistencia francesa durante la Segunda Guerra Mundial. Murió en 1956, dejando un legado que transformó la física nuclear y también las normas de seguridad que hoy rigen cualquier laboratorio del mundo. Su vida sigue siendo una advertencia luminosa: el progreso exige responsabilidad.
La leucemia: cuando la médula ósea se rebela
La enfermedad que terminó con la vida de Irene no fue un destino inevitable, sino la consecuencia de un riesgo poco comprendido en su época. La leucemia es un conjunto de neoplasias de la sangre caracterizadas por la proliferación descontrolada de células inmaduras que invaden la médula ósea e impiden la producción normal de glóbulos rojos, blancos y plaquetas. Su origen está en alteraciones genéticas que transforman células precursoras sanas en clones malignos.
Entre los factores de riesgo más importantes está, precisamente, la exposición prolongada a radiación ionizante. Estudios realizados después de Hiroshima, Nagasaki y distintos accidentes nucleares confirman que la radiación puede dañar el ADN hematopoyético y desencadenar leucemias. En el caso de Irene Joliot-Curie, la causa es casi indiscutible: décadas manipulando materiales radiactivos sin protección adecuada.
Otros factores incluyen el contacto con químicos como el benceno, ciertas quimioterapias, síndromes genéticos como Down o Fanconi, infecciones virales específicas e incluso el tabaquismo, que incrementa el riesgo de leucemia mieloide aguda.
Las leucemias agudas se manifiestan rápidamente: anemia severa, infecciones reiteradas, sangrados. Las crónicas pueden pasar inadvertidas durante años. Su diagnóstico requiere hemograma, biopsia de médula ósea, citometría de flujo y estudios moleculares. El tratamiento varía: quimioterapia intensiva para formas agudas, terapias dirigidas que han revolucionado las crónicas y trasplante de médula ósea en casos de alto riesgo.
La historia de Irene Joliot-Curie recuerda que cada avance científico puede traer consigo peligros desconocidos. Su vida y su muerte revelan la necesidad de combinar genialidad con prudencia. Y su legado, aún vigente en la medicina nuclear y en los tratamientos modernos, demuestra que incluso una tragedia puede iluminar el camino hacia una ciencia más segura y más humana.