Las empresas públicas (EP) en Bolivia han sido históricamente deficitarias, altamente corruptas y manejadas como agencias de empleo para militantes y afines del oficialismo. En lugar de generar bienestar, se convirtieron en una carga: alimentaron el déficit fiscal, forzaron al endeudamiento externo e interno y contribuyeron a presiones inflacionarias que desembocaron en recesión.
Estas EP —especialmente las no estratégicas, que nunca debieron crearse— consumieron recursos que debieron destinarse a salud, educación o seguridad. Para sostenerlas, se drenaron las Reservas Internacionales, se recurrió a préstamos del BCB y se utilizó el ahorro previsional de los bolivianos. Por ello, se propone una reforma profunda y orientada al ciudadano.
La idea central es transferir la propiedad de todas las EP a la población. Mediante una Ley, cada boliviano mayor de 18 años recibiría una acción por empresa, registrada a su nombre en la Bolsa de Valores. Con esto, las empresas se transformarían en Empresas Públicas Accionarias (EPA). La única excepción serían las empresas estratégicas —como YPFB y ENTEL— cuyos títulos se dividirían en 50% para los ciudadanos y 50% para el Estado. Las utilidades del porcentaje estatal continuarían financiando la Renta Dignidad, mientras que los ciudadanos se beneficiarían de la apreciación del valor de sus acciones.
Durante los primeros cinco años, las acciones no podrían venderse y las utilidades se reinvertirían para capitalizar a las empresas. Después de ese periodo, cada ciudadano podría vender las acciones que desee al precio de mercado, conservar las restantes o heredarlas según el registro inicial.
La administración de estas EPA estaría a cargo de un Consorcio Administrador (CA) seleccionado por licitación pública. Este consorcio tendría que demostrar profesionalismo, experiencia mínima de cinco años y formación académica en administración, finanzas, economía, ingeniería u otras áreas afines. Cada EPA sería fiscalizada por un Directorio elegido entre los accionistas mediante ternas supervisadas por la nueva Entidad Reguladora de Empresas (ERA), que también sería la encargada de implementar el sistema, estandarizar indicadores y exigir eficiencia real.
El ERA establecería parámetros de desempeño, ratios financieros y métricas KPI para evaluar a los CA. Si una EPA registrara pérdidas, el Directorio podría recomendar cambiar al administrador; y si la empresa colapsara, se procedería a su venta total o parcial. Los directores recibirían dietas según la actividad de la empresa y el rendimiento de su supervisión.
Los CA administrarían un máximo de cinco EPA para evitar monopolios y deberían presentar una garantía de cumplimiento del 7% del valor de la empresa. Podrían recibir hasta el 25% de las utilidades como beneficio de gestión; el 75% restante se reinvertiría durante los primeros cinco años y estaría exento del IUE. Cada EPA operaría con normas internacionales y auditorías externas avaladas por el ERA.
En caso de pérdidas financieras, y siempre que deriven de obligaciones previas, el Estado coadyuvaría en el pago de las deudas originales contraídas para la creación de cada empresa. Sin embargo, transcurridos los cinco años, si las acciones vendidas generan participación privada, los nuevos inversionistas asumirían gradualmente la administración bajo el Código de Comercio. El CA podría renovar su administración mediante negociación con los nuevos propietarios.
Frente a esta propuesta, existen otras alternativas, pero todas presentan problemas serios. Cerrar las empresas públicas implicaría absorber sus deudas sin recuperar valor alguno. Privatizarlas generaría un proceso largo, costoso y políticamente explosivo, que sería aprovechado para acusar de “vende patria” a quienes lo impulsen. Dejarlas morir solas, como ocurre hoy, solo perpetúa la crisis y alimenta discursos estatistas que bloquean cualquier reforma seria.
La propuesta de las EPA ofrece una salida racional y moderna: profesionalizar la gestión, evitar la politización y dar a cada boliviano una participación real en la economía. Si una empresa no puede sostenerse, será desmantelada y sus activos vendidos, beneficiando directamente al accionista-ciudadano. Si tiene éxito, sus utilidades y valorización contribuirán a pagar sus deudas y aliviar el peso que hoy recae sobre el Tesoro General y el BCB.
Se trata, en suma, de devolver la propiedad al verdadero dueño: el ciudadano; y de dar a las empresas públicas una última oportunidad de resurgir bajo criterios técnicos y no políticos.
*Babson ’82, ex catedrático universitario