Insistir en controlar precios y criminalizar el mercado es repetir una fórmula estatista que Bolivia conoce de memoria: siempre termina en fracaso. El caso del pan lo desnuda todo. Durante 17 años se intentó congelar su valor, subsidiar insumos, inventar acuerdos y sostener un artificio que hoy se cae a pedazos. Los panificadores ya venden a Bs 0,80 porque los costos reales hicieron imposible sostener el cuento del pan “barato”. Es absurdo exigir que el pan no se mueva de precio cuando absolutamente todo en Bolivia se ha duplicado. ¿Cuánto cuesta realmente el pan “subvencionado”? Mucho más de lo que paga el comprador, porque la diferencia sale del bolsillo de todos los ciudadanos. Y, como siempre, los subsidios terminan fomentando corrupción, escasez, ineficiencia y privilegios. Cuando se liberan los precios, la competencia empuja a los productos hacia su equilibrio natural: mejor calidad, mayor oferta y más diversidad. El consumidor paga un precio real, no uno manipulado, y el Gobierno deja de dar con una mano para quitar con la otra. La libertad de mercado funciona porque elimina la mentira y coloca al ciudadano al centro, no al Estado.